A seis años de su muerte, qué nostalgias tengo de usted, Claude Levi-Strauss. Camino por el bosque de Palermo, encuentro semejanzas entre el nido del hornero y el caracol de mar, y ya no tengo a quien preguntarle si ese parecido oculta algún significado.

Y extraño entonces el estructuralismo, aquella teoría suya en la que los diferentes elementos de distintos fenómenos siempre se encadenaban entre sí.

Recuerdo que usted calculaba la antigüedad de una tribu mediante la geología, que le indicaba primero la edad de las piedras. Y que almorzaba colibríes con los indios mientras relacionaba la tenue languidez del alimento con el Opus 10 de Chopin, que tarareaba para los nambiquara, en el Amazonas.

Usted había descubierto la estructura, aquello que nos contenía a todos dentro de un mundo doloroso pero, en cierta forma, previsible y transformable. Y de alguna manera nos decía que estábamos asentados dentro de una sociedad en la que a las palabras no les costaba tanto encontrarse con lo que nombraban.

Pero todo ha cambiado. Ha muerto la estructura. Habitamos la intemperie. Y quiero contarle cómo fui descubriendo este dato que ahora debemos enfrentar.

Y voy a empezar por su aporte teórico más difundido, aquel que, en el Siglo XX, vino a señalar el origen y la razón de una estructura básica, como lo fue la familia.

Al encontrar la Ley de Prohibición del Incesto (que con ligeras variantes obedecen todas las sociedades humanas), aclaró usted que esa interdicción no sólo había significado el inicio universal de la cultura sino la cultura misma. Porque al prohibirse las relaciones sexuales entre personas del mismo clan (endogamia), se había dado paso a la creación de nuevos vínculos (exogamia) y al nacimiento de la familia.

Pero sucedió que, en 2009, viajé a una de las tantas ciudades argentinas en la que esa prohibición parecía haber perdido su sentido. En Rio Turbio (Santa Cruz), el Hospital zonal realizaba cada año un promedio de 30 investigaciones familiares por sospechas de incesto y relaciones sexuales intrafamiliares. O sea: cinco casos cada dos meses, en una ciudad de sólo 10.000 habitantes.

Consulté entonces sobre el tema al doctor Isidoro Berenstein. Este psicoanalista (fallecido en julio de 2011), había sido y fue el argentino que mayores aportes realizó al psicoanálisis de familia. Sus conocimientos se habían formado estudiando arduamente a Levi-Strauss y, cuando él respondía, las palabras parecían salir redondas de su boca. Y esto fue lo primero que me dijo:

“No conozco Rio Turbio. Pero la prohibición del incesto tiene que ver con la Ley. Y la Ley, desde Auschwitz, cuya existencia fue dictada legalmente por el parlamento alemán, está dejando de gobernar el mundo.... Y en cuanto a la prohibición del incesto en sí, es evidente que ésta se basaba en formas de parentesco que ya son antiguas: madre, padre e hijos. En la actualidad existen otras formas: que dos mujeres se casaran y tuvieran hijos, era impensable en la época en que Levi-Strauss formulaba la estructura”.

Es sabido, además, que antes un chico dibujaba en una hoja de cuaderno a su familia. Pero ahora no le alcanza con un block: la nueva esposa de mi abuelo, el hijo de la pareja de mi mamá, etc.

Pero como si fuera poco, la bibliografía indicó, después, que las nuevas tecnologías reproductivas ya no permitían el cumplimiento de la prohibición del incesto: en EE.UU., por ejemplo, un donante de semen ya tiene 150 “hijos” (que obviamente no conoce).

Pero eso no era nada: sucedía también que la tecnología había iniciado un parentesco entre la materia orgánica y el software. Y la Universidad de Texas ya había clonado un gato al que llamó “Copy cat” y al que admitió haber concebido mediante el Word: “Cortar-Pegar”.

Y en cuanto a la vigencia de la Ley ya es evidente, hoy, que su deterioro es mundial. Y para comprobar que la ley (la de tránsito y respeto al peatón, por caso) es absurda o ya no existe, los argentinos pueden ir hasta la esquina e intentar cruzar la calle.

Pero más importante, todavía, puede ser recordar un hecho del 2001: se decretó por ley el Estado de Sitio para proteger la propiedad de las mismas personas a las que el “corralito” les había congelado, también por ley, la propiedad de sus ahorros.

Esta decadencia o inutilidad de la ley es una cuestión que conduce directamente al pensamiento de Giorgio Agamben, el filósofo italiano que, en su libro (Estado de excepción), denuncia la existencia de una figura legal que permite ejecutar cualquier arbitrariedad:

“El estado de excepción es un espacio anómico, una fuerza de ley sin ley. Y su producto es un hombre al que cualquiera puede matar porque carece de derechos, pero que al mismo tiempo es insacrificable, porque constituye el material que utilizará -y necesitará- la política para construir el Estado”.

Y la angustia que despierta el texto de Agamben (“Estar afuera y sin embargo pertenecer”), es la misma que todos experimentamos muchas veces y que retrató muy bien el filósofo argentino Ignacio Lewkowicz (Pensar sin Estado, Paidós, 2004):

“En 2001, existir ya no era un dato, era un trabajo. Y nuestro terror era el terror de no existir, no el de ser excluido, sino el de quedar expulsado, pero ni siquiera expulsado afuera sino expulsado aquí, entre nosotros, dentro de una existencia a la que es imposible convertir en real”.

O sea: ser un fantasma, pasar entre los otros convertido en lo que Gilles Deleuze llama “dividuo” (un ser fragmentado), y circular gracias a una tarjeta electrónica. Hasta que una vez, en algún lugar, una PC anule el pase y ya ni siquiera se pueda consumir un poco.

Pero a esta altura de la nota, es preciso pasar de la filosofía a la literatura. Y recordar a Jorge Luis Borges cuando escribió que Tácito no percibió la trascendencia de la crucifixión de Cristo, aunque la registró en su obra:

“Yo he sospechado que la historia, la verdadera (a diferencia de la política y de la propaganda), es más pudorosa y que sus fechas esenciales pueden ser, durante largo tiempo, secretas" (El pudor de la historia, Otras Inquisiciones).

¿Y si la historia, cuyos pies son tan leves, estuviese ahora mismo entre nosotros y dando uno de los saltos más grandes que ella misma registra?

Michel Foucault llamó “sociedad disciplinaria” al sistema propio de los Estados-Nación, en el que las personas nunca dejaban de transitar por lugares cerrados (familia, escuela, fábrica, ejército, cárcel u hospital).

Pero después de Foucault, otro filósofo, Gilles Deleuze, señaló que “la sociedad disciplinaria” (sólida, cerrada y permanente), estaba siendo suplantada por “la sociedad de control”. Y que así como la anterior intentaba que la persona “no quedase afuera del sistema”, en la recién llegada se trataba de lo contrario: “conseguir que no entre al sistema” (“Demasiado pobres para la deuda, demasiado numerosos para encerrarlos a todos”, Deleuze).

Esa es la “intemperie” que intenta señalar esta nota. El hecho de que, las instituciones cerradas (familia, fábrica, escuela, Justicia, policía, hospital), se desmoronan en gran parte del mundo. Y que los cambios que se producen ya superan a la política y penetran en los mismos ganglios de la existencia cotidiana.

Porque la transformación, ahora, incluye como nunca a la subjetividad, a las formas del conocimiento y, sobre todo, a los medios de comunicación: si antes las ideas tenían que hacer interioridad para que pudiera adquirirse el conocimiento, ahora pasan velozmente por la conectividad y la dispersión (entre ambas formas hay la diferencia existente entre el libro y el videoclip).

“La Ley” (universal y para todos) ha sido suplantada por “la regla”: cada grupo o sector (sea clase política, policía o hinchada de fútbol), decide si debe cumplirla o no, el ciudadano fue reemplazado por “el consumidor” (figura entronizada por la Constitución de 1994), la subjetividad estatal se convirtió en subjetividad mediática, el Plan Quinquenal de 1950 (cinco años previsibles en economía, educación, etc.) es ahora Plan Social, y la EXISTENCIA de millones de personas se encuentra reemplazada por la ASISTENCIA.

La estructura se volvió intemperie, las clases sociales (en el sentido histórico del término) son ahora “los pobres y los ricos”, el autoritarismo se convirtió en anomia, la solidaridad en autoayuda (si no te ayudás vos no te ayuda nadie), la liberación devino manipulación masiva, la revolución consumo, y la educación (del griego deuk: empujar hacia delante) se trastocó en contención (sujetar).

El cuaderno íntimo es Diario Ex-timo (cuánto más se vea mi intimidad, mejor), la introspección es exhibicionismo y el alcohol es algo para consumir en la calle; el coito (del griego co-itum: ir juntos), es también algo así como el acto de una máquina célibe y que copula solitaria frente a una PC; y el desterrado o “resto” es un sujeto casi feliz, porque no tiene inodoro pero al menos tiene cable.

Pero si esta nota se remontó a la antropología para llegar hasta aquí, es porque su autor no encontró otra manera de participar, aunque sea tangencialmente, en la gran discusión de nuestro tiempo, que incluye, entre otras, a las siguientes cuestiones: la vigencia de la ley, el sentido de la democracia, la función del Estado (¿de Estado Nacional a Estado administrativo?), las nuevas tecnologías y el sentido de las nuevas formas de la subjetividad.

En conclusión: la vida ha cambiado. Precipitadamente. La revolución se hizo. Pero fue otra. Y Jean Baudrillard escribió una frase para pensar: “Ya no se trata de realizar lo imposible. El tema, ahora, es convertir en posible a la misma realidad”.