Hobbit y Tolkien

Por Cicco. En breve es el estreno mundial de la primera parte del “El Hobbit”, esa epopeya fantástica de J.R.R. Tolkien. Todos los medios se llenan la boca con su director Peter Jackson, con los nuevos personajes de la saga y con la batalla legal entre los herederos de la obra y Warner. Pero nadie habla de un aspecto central y rezagado de todo el fenómeno: ¿quién era, en definitiva, este hombre nativo de Sudáfrica llamado J.R.R. Tolkien y cómo un ultra católico termina escribiendo la gran novela pop fantástica de los úlitmos tiempos?

John Ronald Reuel Tolkien es, como Borges, un autor nato. Lee desde los cuatro. Escribe a los siete su primer cuento con dragones. Y su madre le enseña de joven, griego y latín. Vive en varias partes del mundo, entre ellas una aldea en Inglaterra llamada Sarehole, próxima a Birmingham, en donde se inspirará para crear la Comarca de los hobbits. Le pica una tarántula de chico que le contagiará un pánico de por vida –en “El señor de los anillos” a Frodo lo picará una que, por poco, lo pone fuera de combate-. La ciudad donde nace, en Sudáfrica, donde trabaja su padre en un banco, es arrasada por el agua, al igual que luego lo hará con la ciudad de fantasía Númenor, concebida por John.

Quedan sin padres de niños y los cuida un sacerdote. Luego pasan a una pensión de huérfanos. En un año le rebotan la beca de Oxford, y al año siguiente sólo le dan media beca. Es un deportista habilidoso, tiene una vida social juvenil envidiable, y forma círculos donde discute sobre mitología y literatura.

Es católico a rajatabla, como su mamá, que, siendo Tolkien niño, se opone a toda una familia de protestantes y pierde su apoyo económico. J.R.R. va a misa a diario y siente que toda obra debe tener una moraleja para que valga la pena salir a luz.

Ama su huerta y sus rosales y tiene una conciencia planetaria. En los años ’30, cuando le dicen que el combustible daña al medio ambiente, él se desprende de su auto para siempre. Sirve como soldado en la Primera Guerra y nunca reclama por la pensión ni por las medallas que le corresponden.

Como no tiene dinero para pagar a una mecánografa, él debe tipear dos veces entera “El señor de los anillos”. Ve una postal en los Alpes Suizos de Merlín que le da la idea de recrear a Gandalf.

Cree que los nombres tienen una vibración mágica. Muchos relatos surgen a partir de nombres salidos de su imaginación. “Siempre empiezo con un nombre”, explicó J.R.R. “Deme un nombre y eso produce la historia, no al revés como suele suceder normalmente”.

Escribe de noche y antes de publicar, le cuenta a sus hijos las aventuras de sus personajes. Así surge El Hobbit, una aventura infantil que nace al indagar el origen y el destion de un nombre inventado. Para un autor convencional, una hoja en blanco es una pesadilla, para Tolkien es mar abierto, un viaje de alcances insospechados.

Tolkien trabaja basado en su propio asombro. A veces, personajes impensados se cuelan en sus aventuras. No sabe de dónde salen ni adónde lo conducirán. “El señor de los anillos” por lo pronto, pensado en seis capítulos, termina transformado en 31. Y lo que iba a ser una obra de entrega relativamente rápida al sello –el editor se lo pide como continuación a El Hobbit- le demanda 12 años de su vida, que incluyen sesudos estudios de mitología, cartografía –elabora mapas para no perderse en medio de tantas historias- y linguística.

Toda su obra dispara especulaciones diversas. Los lectores entienden que la Tierra Oscura y Mordor, son alusiones al nazismo. A Frodo, el héroe de la trilogía, lo perciben como un nuevo Jesús, el que se sacrifica con su vida para salvar a los demás. Y a Galadriel, la reina élfica, la emparentan con la virgen María.

Cuando le preguntan a Tolkien sobre el parecido de Frodo con Jesús, él explicó: “Supongo que es más una alegoría de la raza humana. Siempre me impresionó que estemos aquí gracias a la supervivencia y el maravilloso coraje de gente digamos pequeña, que superó selvas temibles, volcanes, bestias salvajes y las enfrentaron a todas casi a ciegas”.

“Los hobbies”, dirá en una de sus pocas entrevistas –se le entendía poco al hablar, y los periodistas solían volver de las entrevistas con las manos casi vacías-, “eran aquellas personas que yo quería ser de niño, pero nunca fui”.

Tolkien muere anciano y viudo –pero laureado hasta por la reina-, y su hijo John, el reverendo del lugar, oficia la misa de su despedida.

Su legado es el de los grandes genios literarios como Cervantes o José Hernández: los autores que lo sacrifican todo por sus personajes. Que cargan un mundo propio sobre sus hombros, un mensaje que los trasciende y lo entregan a la humanidad, a costa de su propia vida. Como Jesús en la cruz. Y como Frodo con el famoso anillo.