Tomas Abraham

Por Cicco. Cuando se trata de encontrar intelectuales para sus notas, el periodista argentino siempre mete la mano y manotea lo mismo de siempre; Aguinis, Horacio González, Feinmann, el dream team de la materia gris nacional. Pensadores con una inclinación histórica y polarizada. El periodista los convoca de cómodo y de vago y además, porque su jefe tiene una idea previa de nota: quiere que el intelectual moldee la reflexión para el lado que a él le interesa. Y es así como el intelectual, con palabras a la altura de las circunstancias, le dará el título y el análisis que necesita la nota, mano en el mentón. Pero con Tomas Abraham las cosas no suceden de ese modo. El tipo piensa. Y el pensar es como un alcohólico en el bar: sabe que toma la primera copa, pero no sabe adónde puede llevarlo la última.

 

Tomás, qué tipo admirable. En tiempos donde nadie pone un peso por el acto de pensar, él mantiene estoico un grupo de pensadores serios y dedicados: el famoso grupo de los jueves. Tomás es la pólvora del debate, el alma mater de cientos y cientos de intelectuales que se suman al colectivo de aquellos que insisten en que pensar necesita de dos alas. Una para cuestionar. Y otra para cuestionarse a sí mismo.

A veces, Tomás es optimista. A veces, lo ve todo oscuro. A veces, confía. A veces, desconfía. A veces lo que dice es indignante porque acusa al propio lector de complicidad –como su última columna sobre la “década ganada K” en Perfil-. Su único paradigma es la confianza absoluta en su propia mente, un instrumento afilado y pulido, delicado y precioso –su mente elogiamos aquí, no la parte de arriba de la cabeza que le está quedándose ya, un poco como patio abierto de escuela-.

La primera vez que me tocó entrevistarlo a Tomás, unos colegas me advirtieron: tené cuidado, es un loco, te puede mandar a la mierda en medio de la nota. Es un calentón.

Me llamó la atención que alguien que se dedicara a pensar, le saltara la térmica. Eso, para mí, era una buena señal. La pista de que aquel hombre llevaba sus ideas a un estado de ebullición. Tuve suerte, ni esa vez, ni el resto de la docena de veces que me tocó entrevistarlo, le subió la temperatura. De hecho, hasta mantuvimos una relación amistosa, incluso a la distancia. Hablar con Tomás, tenerlo cerca no es sólo un placer intelectual, además es palpar de cerca la vida de alguien que, verdaderamente, es libre. Un pensador con vuelo propio, en un lugar donde al vuelo se lo baja con gomera. Abraham, al acto de pensar lo equipara a la picazón de un tábano: un bicho que aguijoneará con sus preguntas hasta el fin de los días.

La semana pasada, Clarín lo entrevistó a raíz de su participación en un charla con directores de escuelas organizado por la Universidad Di Tella. Sus dichos sobre la aventura extraordinaria de aprender, son un hallazgo. Fíjese.

Tomás no piensa a pelo –porque, ya lo dijimos poco le queda- ni a contrapelo. El piensa y punto. Es por eso que los medios, le tienen tanto pavor. Los periodistas queremos cosas previsibles. Los pensadores que traen interrogantes nuevos, nos llenan de dudas. Además, el abanico de temas de Abraham es demasiado amplio: va del cine, a la literatura, de la filosofía a la política. Es tan surtido que en las reuniones de editores le entra un poco de incertidumbre a la hora de meterlo en tal o cuál sección. Mejor, concluyen, sólo reportearlo cuando saca un libro y listo. Es más sano. Es más seguro.

Para sumar más temas a la agenda, Tomás practica meditación trascedental así que, conoce también el paño de la espiritualidad lo suficiente para decir que la visita de Ravi Shankar un año atrás, era el equivalente a visitar a la mujer barbuda del circo. Un grande.

A Dios gracias, que cada tanto los medios lo dejan hablar –Perfil lo tiene como columnista semanal- y es en ese momento, cuando le dan su espacio merecido, que Tomás se frota la cabeza y el genio sale.