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Por Cicco. Es bueno que los fantasmas tengan prestigio, inspiren películas –desde el gordito simpaticón de Casper hasta los más temibles de la saga de Actividad Paranormal-. Generen leyendas –todas las culturas étnicas del mundo transmitieron sus mitos fantasmales a las futuras generaciones-, y cuenten hasta, aunque no lo crea, con su propio talk show. Es bueno, le decía, todo este auge de los fantasmas porque, básicamente, uno debe tener salidas laborales rentables después de muerto. Si hay algo más impresionante que ver a un fantasma suelto en el barrio, es ver a un pobre fantasma sin trabajo.

 

A lo largo de la historia, los relatos de espíritus siempre repitieron un mismo mensaje, para decirlo en términos fantasmagóricos, subliminal: seres que volvían a la tierra –no con el mejor de los bronceados, es cierto-, con el propósito de no ser olvidados. Un espíritu que vuelve a la tierra para atar los cabos sueltos o porque se olvida el atado de cigarrillos en la mesa de luz.

Ahí están los cuentos de fantasmas que luchan por recuperar su hogar. Su familia. El amor de su vida -¿recuerdan a Patrick Swayze en “Ghost. La sombra del amor” que permanece en el mundo de los vivos para resolver su propio crimen?-.

Pero es poco lo que puede intervenir un espíritu en el curso de la historia, en el destino de sus seres queridos, y sobre todo, en el índice de inflación de un país. Más allá de revolear unos cuantos adornos, cerrar puertas con estruendo y desalinearse lo suficiente para provocar un buen susto, un fantasma es un caso perdido. Tienen mejor packaging, es cierto, que los zombies y seguramente mejor perfume que ellos, pero, es poco lo que pueden hacer si no es con ayuda de la gente que aun vive en este mundo, donde no se podrán atravesar las paredes, pero se puede llamar al albañil.

Por suerte para los fantasmas, están los espiritistas, ese eslabón perdido y encontrado entre vivos y muertos, cuya filosofía fue fundada sobre las bases de cinco manuales escritos por un profesor de matemáticas francés que, para que no se burlaran de él, decidió emplear seudónimo a la hora de escribirlos. Su nombre era Allan Kardec –en verdad se lo pasó un espíritu que le aseguraba que, en otra encarnación, el profesor de matemáticas había recibido ese nombre, en tiempos de los druidas-, y sus libros son el Santo Grial de los espiritistas.

A más de 60 años de que Kardec plantara la semilla del fenómeno, el espiritismo, en la era de Twitter, goza de buena salud. Los comunicadores del mundo paranormal, los llamados mediums, ensalzados y luego denunciados por fraude, están, a pesar de lo que digan, en todas partes. Tienen programas radiales, sitios en la web y revistas propias donde, fuera de bromas, entrevistan a Marilyn Monroe más allá de la muerte arrepentida de su comportamiento en vida, despotricando contra el mundo del espectáculo, y hasta con dibujos exactos de cómo luce por fuera el palacio en el que habita el gran Wolfgang Amadeus Mozart en el paraíso, algo que todo medium experimentado puede ilustrar pero, hasta ahora, un sitio que ni siquiera Google Earth pudo captar.

Y, como le contábamos, también uno de estos mediums –el más dotado, dicen, de todos, capaz de descubrir a un miembro del público todo su difunto árbol familiar amontonado a sus espaldas- conduce un programa en la televisíon que se transmite a escala planetaria. Este hombre es John Edward, de quien, según su familia, desde chiquito veía más a gente muerta que a dibujos de Buggs Bunny.

Con seis temporadas al aire –Crossing over with John Edward-, al medium lo acusaron también de fraude. Sus críticos insisten en que recopila información previa de sus invitados o que utiliza un método de lectura en frío: tantea con preguntas rápidas hasta que, en alguna, la emboca. Un mago que desenmascara embustes paranormales concluyó que sobre 23 afirmaciones, Edward sólo había acertado 3. En fin. Por lo visto, aún no hay fibra óptica confiable en las comunicaciones con el inframundo.

Al margen de los ataques, Edward sigue firme y exitoso: sus libros –ahora escribe ficción para que lo molesten menos- figuran en las listas de más vendidos del New York Times y sus charlas donde ve los fantasmas del público agotan las localidades –por esos días completa su gira por Canadá e Irlanda-. Ahora bien, si lo suyo no es la espera y quiere un trato íntimo, Edward ofrece a sus seguidores “lecturas” en privado por la suma de 800 dólares. Él jura que lo suyo consiste en elevar el grado de conciencia de la humanidad sobre la existencia más allá de la vida, y no sólo en elevar su cuenta bancaria. Lo que faltaba: justo a un hombre viendo muertos en todas partes que lo acusen de hacerse el vivo.