EL BESO - GUSTAV KLIMT

Por Cicco. Las grandes historias empiezan –y muchas de ellas culminan- con un beso. No un beso cualquiera que uno le estampa a su mascota antes de salir al trabajo. Hablamos aquí de un beso auténtico, fogoso, dos cuerpos fundidos en esa misteriosa aleación química, esa mezcla de aceite y vinagre, torta y merengue, Lennon y McCartney, a la que llamamos amor. Sí, muchas grandes historias se sirven de besos como corolario. Y muchos desastres, hambrunas, guerras a gran escala, actos de inhumana impiedad, ay Dios mío, se salvarían de mediar un beso auténtico: esa señal de que, no importa lo frío que se ponga el ser humano, enredado en el mundo virtual y tecnológico, aún hay algo verdadero que late en él. El hombre que besa es un ser que todavía puede salvarse.

 

Ahora bien, antes de ser un artista consagrado, un pintor emblemático del art nouveau –esa filosofía que insistía en revalorizar el entorno sagrado y floreciente de la naturaleza como si fuera una musa de grandes curvas- el vienés Gustav Klimt es un hombre enamorado. Su obra gira como satélite enloquecido alrededor de una misma órbita: una mujer llamada Emilie Louise Floge, diseñadora de modas, emprendedora, cabello tupido y eléctrico que puede pasar por afro, y que le saca a su pareja de toda la vida –el señor Klimt- media cabeza de diferencia. Él, para contrarestar la estatura, le lleva más de una década: 12 años para ser exactos.

Gustav conoce a Emilie porque sus hermanos están casados. Cuando el hermano de Klimt muere, él se hace cargo de la viuda y allí frecuenta a la familia de Emilie, con quien quedan flechados –dentro y fuera del lienzo- para siempre. Ella tiene 18 años. Él pasa los 30. Veranean juntos en el lago Attersee, en la Alta Austria, en la casa de la familia Floge. Para sus padres, Gustav es como el tío postizo de Emilie. Incluso, le llega a dar clases de francés. Es por eso que, cuando hace el primer retrato de su hija en 1902, los padres lo consideran demasiado audaz y se resisten a colgarlo –en 1908, ese mismo cuadro formará parte del legado de la ciudad de Viena-.

En su círculo social, se dice que el pintor y la modista son sólo amigos. Pero los biógrafos juran que lo suyo trasciende incluso lo carnal.

Las fotos de la época lo muestran a Gustav siempre en delantal de trabajo y en dos situaciones: acariciando a su gato, o junto a Emilie en el jardín, navegando en bote, ella con vestidos a rayas, a cuadros, siempre elegante y cargada de intrigas, la modista del momento quien junto a su hermana, llegó a tener 80 costureras a su cargo. Floge viaja dos veces al año a Londres y París a buscar tendencias de las casas Dior y Chanel. En Viena, es la número uno en lo suyo.

Con el tiempo, mientras Emilie se adentra entre las clientas de alta alcurnia, Klimt gana fama de pecaminoso: los críticos lo juzgan de pornógrafo y perverso. El emperador Franz Joseph II habla pestes de sus cuadros y ordena a sus custodios a que nunca lo lleven a un pasillo donde cuelgue una de sus obras. “Si no puedes complacer a todos”, esccribe Gustav, en respuesta al escándalo, “al menos complace a unos pocos”.

Klimt toma las fotos para las colecciones de verano de Floge –se transformaría en el primer fotógrafo en capturar imágenes de moda inmersas en un paisaje natural- y las convierte en un catálogo para las clientas del salón de Emilie. Un día, desbordado, le obsequia un collar de plata con espejo, con dos ópalos y forma de corazón: todo un mensaje.

Floge inspira las grandes obras cumbres de Klimt e inspira, claro está, su célebre obra maestra: El beso, aquel hombre que busca los labios de su mujer que no corresponde, pero tampoco lo niega. Es, al sugerir de la pintura –una obra maestra del art noveau comparada en su magnitud por expertos con La Gioconda-, una mujer rendida al amor. A decir verdad, la cascada de cuadros y colores que inundan los cuadros de Klimt, ese río eléctrico que, por momentos, parece una zambullida lisérgica entre los circuitos de una computadora, no son ni más ni menos que diseños de ropa de Floge, quien no sólo le aviva el fuego del corazón en sus cuadros, además lo vuelca en su paleta de colores –sus famosos mosaicos, por otra parte, sus trazos en oro son contagiados por sus visitas a las catedrales italianas y del oficio de su padre como tallador en oro y plata-.

Klimt pinta a Emilie –y a otras clientas de su salón, hay que decirlo- desde 1891. La obra total de Gustav consta de 253 cuadros –o eso es lo que se conserva hasta el día de hoy-, y muchas de ellas son el fruto de un hombre con el corazón abierto al amor.

Tan fascinado está por Floge que hasta se permite diseñar ropa vanguardista para su salón de modas –diez vestidos largos de verano, un suceso entre expertos, pero con poca clientela-. Como Gustav es un pintor artistocrático, y se lo disputan las damas ricas para ser inmortalizadas por su mano, él, de paso, las lleva al salón de modas de Emilie. En fin, le trae clientas que, con el tiempo, se transforman en habitués.“Emilie era el amor de su vida, ella fue un amor puro y sagrado”, escribe uno de sus biógrafos, “una Madonna para las prostitutas que, figurativa y literalmente, ocupaban los pasillos de la sexualidad de fin de siglo”.

Aún cuando lo sobrevive varias décadas, Floge, en honor a su protector, su amado, su hombre, jamás se casa. Queda, como legado de ese romance una correspondencia voluminosa, romántica y febril que muchos juzgan de platónica. En uno de sus poemas, Gustav apunta: “En lugar de casarme, prefiero darte una pintura”. Klimt tuvo 14 hijos, pero, ups, ninguno con Emilie.

En 1918, Gustav sufre un ataque que le paraliza mitad del cuerpo. Los testigos que lo ven desfallecer, consignan las palabras desesperadas y urgidas del pintor con un pie en el más allá: “Traigan”, exclamó, “a Emilie”. No iba a despedirse de este mundo, sin su merecido beso.