océano

Por Cicco. Qué vida la de Robert Stevenson, uno de los novelistas que mejor entendió los resortes que se activan en el hombre cuando suelta sus amarras y se hace a la mar. Qué vida llena de agua. Y de colchones.

 

El pobre Robert escribió la mayor parte de sus novelas de aventuras, piratas y corsarios tendido en la cama, enfermo de los pulmones. El clima de Escocia, donde se crió, no era el más amigable del mundo, como podrá imaginar. Stevenson vivió poco: 44 años –murió de tuberculosis, en la isla de Samoa donde los isleños lo consideraban una suerte de gurú-, y buena parte de su vida, estuvo viajando, llenándose los pulones de mar para dar con un lugar en el planeta donde, al fin, pudiera respirar en paz.

Robert se cansó de sumar millas marinas, avistajes de costas y de faros, y de reunir en su memoria infinidad de amaneceres, como fogatas anaranjadas en el horizonte, a bordo. Todo este bagaje, océano adentro, le permitía poner en boca de sus personajes, cosas como esta. “Todos los medicuchos son unos idiotas”, dice el capitán en “La isla del tesoro”, su novela más célebre, que muchos años después inspirará la saga de “Piratas del Caribe”, “y no creo que ese doctor sepa cosa alguna de la psicología de la gente de mar. He frecuentado parajes tan calurosos como pueda serlo un horno, he visto a mis compañeros caer víctimas de la fiebre amarilla y la bendita tierra sacudida por los temblores, igual que si fuera el océano. De todo esto, ¿qué sabrá tu doctor? Puedo asegurártelo: si estoy vivo, es gracias al ron”.

Para el siglo XIX, en los tiempos en que Stevenson poblaba el mar de historias de marinos con un ojo vendado, garfios en la mano y patas de tabla de barco viejo, el océano era como una hoja en blanco o, mejor dicho, como una hoja en negro. Nadie sabía qué podía esconderse allí debajo, una vez que se las atravesaba con viento en popa .

Otros tiempos, otro mundo. Las revistas científicas recién imprimían sus primeros números. Eran años de maravilla. De signos de pregunta y de signos de admiración. A nadie se le ocurría decir que el mundo era un pañuelo. No, señor, y no señora, el planeta era un sitio que sólo la imaginación de un escritor podía concebir. Y el océano era uno de sus tesoros más fascinantes, el úlitmo de los secretos. Si la tierra firme era la vida, el océano era el más allá.

Stevenson no estaba solo. En Nueva York, otro hombre de mar se dedicaba, casi en simultáneo, a escribir las historias que le relataban sus camaradas de barco. Y hasta contaba las suyas propias: como aquella vez que lo capturaron uno salvajes en Taipí y se salvó de milagro. Y, todas ellas, la historia con telón de fondo oceánico, que más lo apasionó: aquel capitán que emprendió una venganza sin cuartel contra una ballena blanca que, tiempo atrás, le había quitado la pierna. El hombre que contaba todo aquello era Herman Melville, y la historia de aquella venganza le llevó 630 páginas y la transformó en la obra épica más grande que se haya escrito sobre el mar: Moby Dick. Una revancha contra viento y marea que acaba en perdición: el barco hundido, la tripulación al borde de la muerte y el capitán Ahab, el ciego y vengativo Ahab, envuelto y estrangulado por su propia soga con que intenta atrapar a la ballena. Las frases finales de Moby Dick, con el barco tragado por el agua son una de las metáforas más profundas y dolidas sobre el océano: “Pequeñas aves volaron gritando sobre el abismo aún entreabierto; una tétrica rompiente blanca chocó contra sus bordes abruptos; después, todo se desplomó, y el gran sudario del mar siguió meciéndose como se mecía hace cinco mil años”. La moraleja de Melville es clara: quien se mete con el mar, y sus criaturas, probará el sabor de la derrota.

Mientras Melville escribía Moby Dick, un marino polaco se propuso dedicar su vida a ese interrogante que ocupa tres cuartas partes de la Tierra: los cuatro océanos. Viajó 20 años en distintas embarcaciones hasta que lo ascendieron a capitán. No hubo nadie como Joseph Conrad en revelar las turbulencias del corazón humano cuando deja la tierra firme. Joseph escribió sobre un capitán mediocre que enfrenta la ira de Dios en el oceáno–Tifón-, indagó sobre el sentimiento de culpa y redención de un marino que abandona un barco a punto de caer –Lord Jim-, y por ultimo, trazó la parábola marina más perfecta de la literatura universal: la llamó “El corazón de las tinieblas”. Y estuvo impregnada de su vida misma empapada por las aguas. En 1890 Conrad pasó seis meses trabajando en el Congo, recorriendo sus ríos, escuchando sus historias, y en particular la trágica epopeya de quien lo antencedía en el cargo, ultimado por los nativos. De ese viaje, Conrad concibió su novela cumbre, “El corazón de las tinieblas”, el periplo de un hombre que, a medida que se interna en el agua y viaja río arriba por el África, ve cómo todas sus convenciones, sus ideas, sus principios, caen uno tras otro en las orillas mientras busca localizar al capitán Kurtz, un mito viviente: un hombre qe había sido poeta, músico, periodista y político, que había extraído más márfil que nadie para la compañía inglesa en la que trabajaba y que, desde hacía tiempo, habían perdido contacto con él.

Cuando Marlow, el protagonista, localiza a Kurtz al final del viaje, de aquel hombre mitológico que era el capitán sólo quedan chispazos lucidez y un mar de locura galopante. El océano selvático del África lo desmoronó. Pues la jungla es lo más parecido al océano que habita tierra adentro. “La selva había logrado poseerlo pronto y se había vengado en él de la fantástica invasión de la que había sido objetivo”, escribió Conrad sobre Kurtz. “Me imagino que le había susurrado cosas sobre él mismo que él no conocía, cosas de las que no tenía idea hasta que se sintió aconsejado por esa gran soledad… y aquel susurrro había resultado irresistiblemente fascinante”.

Conrad entendió que el viaje marítimo también podía ser un viaje a la locura. Que toda aventura, una vez que se alzan las amarras implica una cosa que todo marino sabe en su corazón: la certeza de que, luego de conocer el océano, nadie vuelve a ser el mismo.