boy george en los 80

Por Cicco. A los 8 años compré el primer disco de mi vida. Me acompañó mi hermano al local y le dije: “Quiero ese, el de la chica con sombrero en la tapa”. Sabía quién era. Y sabía que incluía dos hits que cantaba esa mujer que sonaban en todas las radios. Era el segundo disco de una banda inglesia que incluso, tenía su propio video clip, donde la mujer cantaba en la cubierta de un barco bamboleándose por el río. Ella estaba muy pálida y usaba trenzas de colores, vestía un saquito oscuro y el mismo sombrero de la portada. Parecía una versión de Cindy Lauper o Madonna de los ’80.

 

La chica –no se olvide que yo tenía ocho- me intrigaba. Durante años escuché ese disco sin saber que la mujer que lideraba la banda era, en verdad, un chico. Y que el cantante, Boy George, era el estandarte de la movida de gays y trans de Europa. Esa confusión se transformaría en un signo de los tiempos.

Nací en los ’70 y mamé de los ’80, directo de la teta. Se puede decir que, por entonces, las cosas aún estaban claramente delimitadas: los chicos por un lado, las chicas por otro. A las chicas les gustaba Barbie y pintarse las uñas. Y los chicos, discutíamos de fútbol y jugábamos con autitos. Pero gente como Boy George –que por algo se hacía llamar irónicamente Boy-, empezaban a borrar la línea con el pie.

Una vez entrevisté a un sexólogo que me ilustró la situación de los géneros y nuestras preferencias sexuales de un modo muy didáctico. Fue el primero en demostrarme por qué el ser humano no se divide sólo en varones y mujeres por un lado, y raros por el otro, como solemos suponer. La paleta de inclinaciones sexuales es mucho más rica. Somos, para decirlo de algún modo, mucho más andróginos de lo que pensamos. “Mirá”, dijo el experto con las manos en el aire, dejando un amplio espacio entre ellas, “de este lado, en un extremo, tenés al varón y la mujer heterosexual. En el otro extremo, el varón y la mujer homosexual. En el medio, hay infinidad de variantes posibles”. Según el especialista, decir que alguien es 100% heterosexual es un caso excepcional. Es como decir que un color es blanco puro: siempre habrá algún tono oscuro que escapa a la vista. “Todos tenemos inclinaciones, en mayor o menor grado, del género opuesto y no lo sabemos. Nuestra vida sexual pocas veces se limita a heteros y homosexuales. Hay un sinfín de grados en los que estamos todos metidos”. De eso trata el símbolo del equilibrio oriental, el ying y el yang. No sólo la claridad y oscuridad están en perfecto equilibrio, además hay un detalle importante: en el ying, hay un punto de yang, contenido en él y en el yang, un punto de ying. Ambas fuerzas están dentro nuestro.

Lo que dijo aquel sexólogo fue premonitorio: con el tiempo, llegarían los emos, los trans, los drag queens, los cross dressers, hombres bien machos –o eso decían- que disfrutaban vistiéndose de mujer. Gracias a mi trabajo como periodista, entrevisté a un puñado de cross dressers, y conocí el espacio que ellos alquilaban, donde se los vestía, se los maquillaba y podían tener su propio ropero con ropa de mujer –no sea cosa que sus esposas los descubran-. Muchos de ellos eran gente grande y casada –hasta conocí a un custodio de funcionarios de gobierno-, y que desde siempre, a escondidas, se habían probado la ropa de sus hermanas, de sus primas, de sus madres y, tiempo más tarde, de sus propias esposas. “No sabés lo lindo que es ponerse una media de lycra, sobre todo si te depilás”, me explicaba uno que debía justificar su depilación ante sus parejas, diciendo: “me saco los pelitos porque hago natación”. Cuando les hicimos la producción de fotos convertidos, ninguno tenía problemas con que se los identificara y que si vida de macho se derrumbara. “Nadie se va a dar cuenta”, decían, “aunque tuviera la nota frente a sus narcies, jamás se imaginarían que somos nosotros”.

Vivimos en un mundo donde si hay algo en extinción –más allá de un puñado de animales muy bonitos, y una serie de plantas que, estudiadas a tiempo, nos hubieran salvado de cientos de enfermedades-, si hay algo terminado, decíamos, es el varón y la mujer, tal como los conocemos. La lucha del feminismo por la igualdad de sexos fue tan exitosa que excedió sus propios objetivos. Hoy no sólo somos iguales en el trabajo, y en nuestros derechos constitucionales: ahora hasta llevamos el mismo corte de pelo.

Por mi parte, conocí hombres más femeninos que las propias mujeres. Y mujeres tan valientes y cargadas de tetosterona –bueno, aunque químicamente imposible, eso parecía-, que dejaban a hombres como yo y mis amigos avergonazdos de su condición varonil. En un panorama así, para el macho esto que cuelga entre sus piernas no es más que una manguerita para descargar orina. Y la bolsita que contiene debajo, es sólo un órgano al que cuidar de los pelotazos cuando uno juega al fútbol.

Las nuevas generaciones vendrán, como la tendencia de la moda mundial, cada vez más unisex. Como soy padre soltero, crié a mi hija solo. Cumplí funciones de padre y madre para ella –otro andrógino-. Cuando mi hija era pequeña, me pedía batirse conmigo a duelo de espadas como los Power Rangers. Pero a veces se le iba de rosca con los duelos. Del colegio, llegaba con las piernas golpeadas hasta que la maestra me dijo: “Juega mucho con los varones, sería mejor que no le enseñes tantos juegos de hombres”.

Ahora tengo un niño de tres, el más alto de su salita. Cuando nos vemos, me dice: “¿Qué tal si jugamos a Jake y los Piratas?” “Dale”, le digo, entusiasmado porque este es un juego que une generaciones: ¿qué varón no ha jugado a ser corsario alguna vez?. En el dibujito de Jake, hay muchos piratas a bordo, un capitán con garfio y doblones de oro. En fin, son todos niños con un futuro rudo. “Bueno, vos hacé de Jake”, me dice mi hijo, a la hora de repartir roles. “Y yo, hago de la Sirenita”.