el conjuro película

Por Javier Porta Fouz. Se dice que hay demasiado. Demasiado cine. Demasiado cine de terror. Demasiado cine de terror de posesiones demoníacas. Puede ser.

 

Pero si de la abundancia surgen películas como El conjuro de James Wan, bienvenido sea el exceso. Tal vez incluso una película como El conjuro provenga de ese mismo exceso, de esa misma demasía. Porque El conjuro parece limpiar los errores que se han apilado en tantos intentos más o menos atolondrados de asustar en tantas películas del género de los últimos años de las que ya nos olvidamos (a algunas las odiamos, pero eran tan irrelevantes que ya también las olvidamos). Esos montones de cachivaches que asustan (o intentan asustar) gracias a que golpean algún tambor a máximo volumen sin ningún sentido narrativo.

El conjuro recupera el sabor del cine que nos gusta, o del que me gusta: ese que se logra al contar una historia con la seguridad y la convicción de que hay que seducir al espectador. El conjuro es de esas películas que nos recuerdan el placer de esas otras películas, esas que entre tantas otras veíamos de chicos, de adolescentes, esas que nos hicieron querer este arte, el arte de muchas historias extraordinarias. De historias fuera de lo común. Pero claro, historias de casas embrujadas y de espíritus malignos y de pasados tremendos hay muchas, ya lo dijimos. ¿Por qué entonces es extraordinaria El conjuro? Por su vigorosa decisión de contar esta historia de una familia amenazada por el mal, y de una pareja de especialistas en estos fenómenos, con una nobleza fuera de lo común. El conjuro no engaña, no golpea de forma artera. Construye climas, construye secuencias, como esa por la mitad en la que dan las tres de la mañana y sabemos que vamos a sufrir por lo menos hasta que nos relaten las tres y siete minutos (la hora terrible que marca la película). ¿Siete minutos? Para otro director la promesa de tener siete minutos por delante podría haberlo hecho trastabillar, pero Wan no se apresura, no tiembla: para que temblemos nosotros él mantiene la calma, la claridad en la mirada. Sabe que nos asusta porque sabe qué nos asusta. Y por eso no necesita de una presentación “del rostro del monstruo” que sea un mero golpe de efecto. El conjuro es una película tremendamente efectiva porque renuncia a la rapidez y volatilidad del efectismo. El conjuro se asienta sobre bases sólidas, nos hace confiar, no estira, muestra sus cartas porque tiene muchas. Estamos en buenas manos: los personajes son nobles, nosotros confiamos en ellos y ellos confían entre sí, no hay dobleces y ni siquiera la posibilidad de un retorcimiento. Es el mal contra el equipo del bien. Y la película se las ingenia, con enorme capacidad de puesta en escena, para seguir asustando incluso en una casa que está llena de gente observando al mal, controlando su llegada. El conjuro es un cuento bien contado. Un cuento excelentemente contado. Una de esas películas que nos llevan a agradecer haber nacido con el cine ya inventado.