Los Dueños

Por Javier Porta Fouz. Otro lanzamiento debilucho, casi imperceptible, del cine argentino. Es decir, una de esas películas que se dan en dos o tres salas, en dos o tres horarios. Esos lanzamientos mínimos a veces son lanzamientos piadosos, que impiden que mucho público se entere y consuma películas de una chapucería demasiado visible. Es decir, lanzamientos debiluchos para películas debiluchas o incluso peores, dañinas. En el caso de Los dueños ese lanzamiento es una injusticia: las buenas películas, las películas que se imponen con solidez, deberían ser vistas por mucha gente.

Los dueños se presentó el año pasado en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes. La otra película argentina en la edición pasada del festival más promocionado -y que más promociona- del mundo fue Wakolda de Lucía Puenzo en la sección Un certain regard. Wakolda obtuvo mucho más espacio en los medios, y muchas más salas a la hora de estrenarse en septiembre del año pasado. Y mucho más público. Claro, los actores, las actrices, el tema, los nazis. Los dueños, cine tucumano, sin embargo, es mucho más consistente que Wakolda.

Pero la comparación entre esas dos películas no es demasiado conducente, y que ambas hayan estado en un mismo festival no indica demasiado.

Los dueños tiene una evidente claridad de propósitos desde el principio. Parece construirse sola, de espaldas al público. Y esto no quiere decir que sea incomprensible, hermética o lentísima. Nada de eso: Los dueños está muy segura de lo que narra y de lo que describe. Y de que los datos -quién se casa, quién está casado con quién, cómo es el esquema de poder- quedarán claros cuando la lógica de su presentación lo establezca. No hay aquí “explicaciones” de esas que, camufladas bajo diálogos feos y perezosos, o mediante primeros planos holgazanes, nos dicen eso que nos estamos preguntando. Los dueños nos hace preguntarnos en la medida justa. ¿Qué es la medida justa? Una expresión ridícula, por cierto, pero que aquí quiere decir esto: que estamos seducidos por las situaciones y por lo que nos falta saber de ellas, y lo mismo nos sucede con los personajes. Los dueños no exhibe todas sus cartas en sus primeros minutos, confía en su ritmo. Los dueños -sus directores debutantes- conocen la importancia de la dosificación.

¿De qué trata Los dueños? De unas familias: familia de propietarios, familia de caseros, en Tucumán, en una estancia de la que vemos los límites. Entrar en más detalles, como pasa casi siempre con la no muy sana costumbre de contar demasiado los argumentos, sería traicionar la decisión expositiva de la película.

Como decía Pauline Kael, no hace falta beber todo un barril de vino para saber si está bueno. En los primeros minutos de Los dueños, en esa primera huida de especial coordinación (que nos da a entender, sin decirlo, que no es la primera) sabemos que estamos ante una película que sabe de montaje, de aceleración de movimientos, de apelación a los detalles, de puesta en escena de situaciones tensas. ¿Cómo se resuelve una presencia inexplicable? ¿Cómo se construyen las mentiras, las maneras de esquivarse de y espiarse en una convivencia? ¿Cómo narrar el asedio de la incomodidad y la electricidad que cargan el aire de rechazo y de atracción?

Una película con varios puntos en común con Los dueños es Deshora de Bárbara Sarasola- Day, otra película de estancia de provincia, de interacciones incomodas, de casa tradiconal. Y si Deshora sabía el lugar, sabía el ambiente, sabía el habla, Los dueños los sabe mejor. Y no porque uno sepa cómo es cada una de esas casas o cada una de esas provincias o cada uno de esos campos, sino porque en cine la verdad que nos llega no es la que surge de la comparación con la realidad a la que hace referencia sino la verdad que se nos impone, o que se nos propone a partir de la puesta en escena.

Y allí donde Deshora decidía no exponerse a la equivocación Los dueños abre el juego: deja que los personajes no sean claros, deja que se muevan con mayor velocidad, física y mentalmente. Sabemos menos de ellos, y la opacidad de Rosario Bléfari -opacidad también de la película, que por un momento parece dejarla abandonarla como protagonista- calza con una perfección poco común. Los dueños la desnuda parcialmente, aunque apuntaba a la totalidad. Si la película no se convierte en uno de los grandes debuts nacionales de esta década es porque al final decide cerrar de manera tal que sea atractiva y que esté en primer plano su tesis acerca de quiénes son realmente los dueños. Para eso -para dejar limpia esa clave interpretativa- debe sacrificar en parte lo que venía haciendo con los personajes, debe dejarlos con un poco de ropa, y así no salirse del todo de la etiqueta de las películas que hablan, en la Argentina contemporánea, sobre las clases sociales. Pero pocas otras producciones locales recientes han estado tan cerca de liberarse por completo de la etiqueta, del molde del “muy buen cine contemporáneo”, tan cerca de ser lava y no tanto volcán.