un avión

Por Javier Porta Fouz. Estoy en un avión. Sin conexión a internet. Lo que era una obviedad hace unos años –en avión sin conexión– es cada vez menos obvio. En unos años seguramente será normal tener wi-fi volando, porque se brindará probablemente sin costo extra –o al menos no fuera del costo del pasaje– en todas las clases en todos los vuelos y no como ahora que es mediante pago en algunos vuelos de algunas compañías (recuerdo que ya en 2005 Lufthansa lo ofrecía en vuelos Europa-Asia). En fin, que estoy en un avión, sin internet, y la cantidad de horas de vuelo por delante hacen que me disponga a leer.

¿Por qué no ver películas? He visto algunas películas en aviones, pero debo ser una de las personas con menor cantidad de horas invertidas en ver películas en un avión frente a cantidad de horas voladas. Creo que incluso he visto más películas en mi computadora en un avión que las que he visto en las pantallas –comunitarias o individuales– propiedad de los aviones. Ahora que lo pienso, no me gusta ver películas en los aviones de las que pasan los aviones en las pantallas de los aviones. Se ven bastante mal en general, el formato es habitualmente cualquier cosa que no es la cosa que corresponde, la luz es un horror, etc. No entiendo cómo tienen tanto éxito entre la gente que viaja. En los últimos vuelos que tomé (Berlín en febrero, ahora a Cannes) vi –veo– a mucha gente frente a lo que parece ser Gravedad. Gravedad es verla en esa pantalla ya descripta, con la luz del ambiente rebotando en cualquier lado. Con una netbook con películas ya preparadas en buena calidad la experiencia suele ser mucho mejor. Pero tampoco estuve viendo ni veré en este viaje de ida a Cannes películas en la netbook. Estoy usando su gran capacidad de batería para hacer algo que vengo posponiendo desde hace más de un mes debido a trabajos, ocupaciones diversas, natación, usar la parrilla, regar las plantas, alimentar los peces.

Pero aquí, sin internet y sin parrilla, no tengo más excusas, tendré que hacerlo: me enfrento a un largo texto de un millón doscientos ochenta y dos mil caracteres. 1.282.000 caracteres que se designan como el “borrador 2.0” de Filias y fobias. Es decir, mi propio libro que está en proceso de preparación para ser publicado -estimo que a fines de este año- por Ediciones UDP en Chile. Está armado con textos míos publicados desde fines de los noventa hasta el momento (y se seguirán sumando algunos, hasta que se vaya a la imprenta). Esa bestial cantidad de caracteres ni siquiera es todo lo que escribí: el editor sabe cuánto exactamente dejó afuera de este borrador 2.0 pero, para darnos una idea de números, en Hipercrítico he escrito 262 Columnas, y a unos 4.300 caracteres en promedio (este texto tiene más de 6.000) ya se supera el millón de caracteres. En La Nación debo haber escrito otro tanto. En El Amante mucho más, y hay otros textos en otros medios, todo eso ha formado parte de la selección del editor.

El editor –el chileno radicado en Madrid Alejandro Aliaga- me tiene paciencia, pero debo cumplir con él y revisar la organización, la presentación, la selección que propone y prestar atención a los detalles, a lo que haya que ajustar, modificar, corregir. Debo cumplir con el editor y leer entonces este archivo elefantiásico. Debo leer –releer– mis textos, algunos que ya ni recuerdo. O que no recuerdo cómo eran, aunque recuerde haber escrito sobre esas películas o esos temas en particular.

Hasta este momento en el que me detuve para escribir este texto he leído apenas un poco más del diez por ciento del material propuesto, y no adelanto la organización porque quizás cambie y sobre todo porque no viene al caso. Tampoco me pondré a evaluar mis propios textos, o si algún texto me gusta y otro no, o si cambié de parecer sobre algún u otro director, película, detalle, personaje, etc. Uno cambia, vivir es cambiar, en cualquier foto vieja lo verás, como dice Goyeneche en “Chau, no va más”. Pero no es de eso que quería hablarles sino de una revelación que me llegó al leer mis propios textos. Me he dado cuenta de algo que se me hace muy importante, revelador: solo he visto realmente aquellas películas de las que he escrito. Intento explicarme: aquellas películas sobre las que he escrito las puedo recuperar vívidamente sin necesidad de volver a verlas. Y no se trata de “refrescar el argumento” al leer porque soy muy reacio a contar argumentos, sino de reencontrarme con lo que vi en esas películas puesto por escrito. O, con mayor precisión, reencontrarme con lo que escribí, que me ayudó a crear y creer lo que vi (porque como dijo Kael y siempre cito: “no sé lo que pienso realmente de una película hasta que termino de escribir”).

De las películas que escribí no tengo ningún mix mental con otras, ningún mash-up de situaciones. El mash-up de películas es un riesgo inherente al trabajo de programador, el de seleccionar películas sobre la mayoría de las cuales uno no escribe, o a veces escribe muy brevemente para informes o discusiones (y por más telegráficos que sean esos informes, si los releo recuerdo más y mejor lo que vi, distingo mejor). Cuando uno ve películas les recuerda un tiempo (variable), pero si no vuelve a ellas (y escribir sobre ellas es volver a ellas) se empiezan a mezclar con otras en la memoria o directamente a desvanecerse.

Siento, por otro lado, que las películas vistas en las pantallas que por ahora proponen los aviones son como una papilla de películas, todas con esa luz medio parecida, todas con ese formato unificado. Para recordar películas vistas en los aviones en pantallas de aviones habría que escribir decenas de miles de caracteres sobre cada una. Y ni así: mientras los aviones no ofrezcan widescreen y alta definición lo que vemos en sus pantallas es el eco lejano de una película.

Pero regresemos al libro, a Filias y fobias: aquellas películas acerca de las que he escrito se han fijado en mi memoria, tanto aquellas que he visto sabiendo que iba a escribir sobre ellas como aquellas sobre las cuales he escrito luego de verlas sin el objetivo previo de escribir. La escritura sobre cine, me doy cuenta ahora con esta lectura, tal vez haya sido la forma más concreta de fijar las películas, de no mezclarlas, de no perderlas, de atesorarlas. Leo sobre las películas que escribí y puedo individualizar las películas, incluso puedo identificar mi mirada sobre las películas. Estoy contento de haber escrito: al leer mis textos puedo volver a ver las películas que vi. Y revivir cuándo y cómo las vi y cuándo y cómo escribí.