relatos salvajes

Por Javier Porta Fouz. Atención: se revelan algunos detalles argumentales. La vi en una función nocturna en Cannes. Gran proyección, gran sonido. Película de una potencia tremenda, me provocó una gran sensación de euforia mientras la veía. Tenía algunos reparos que se anulaban, se obturaban ante una capacidad narrativa que se presentaba con claridad meridiana. No sé si les pasa pero en mi valoración muchas películas no se definen del todo cuando las veo sino cuando termino de verlas. La media hora que viene después es crucial. Y me pasó esto:

 

Empecé a caminar desde el Palacio de Festivales hacia mi hotel, unas 15 cuadras, y con cada cuadra los reparos se me hacían más evidentes, más fuertes. La película, en el regusto -el after taste- se hacía menos consistente: Relatos salvajes no es, como en algún momento llegué a imaginar, una película que hereda la capacidad cinematográfica de Fabián Bielinsky, su noción completa de todo lo que puede implicar una narración cinematográfica.

Ante el despliegue de artillería, recursos y ambición de Relatos salvajes -y la propia capacidad para la puesta en escena de Damián Szifrón- esperaba que su tercer film fuera más una película y menos esta compilación de cortos, o esta suma de sensaciones fuertes. Con la caminata -la mejor manera de propiciar la reflexión sobre la película que termino de ver- llegué a una conclusión tal vez extraña: me había divertido muchísimo viendo Relatos salvajes, pero supe a la media hora de terminar de verla que el atractivo de una revisión era mínimo. Sentí que la película daba todo de sí en un primer acercamiento. Una película clara, sin pliegues, perfectamente montada en su impacto no perdurable.

El primer corto, pre-títulos, es de notable eficacia y se encamina al shock, a la sorpresa. Es un muy buen chiste audiovisual. Impecable en varios aspectos, me cuesta pensar en el atractivo de volverlo a ver. El segundo corto, el del restaurant rutero, tiene diálogos que aprovechan el habla local a la perfección y que anulan todo riesgo de falsedad, que saben combinar la concisión del diálogo clásico de Hollywood con los modos locales, y esto pasará también en todos los episodios restantes (tal vez el primero es el más artificial en los diálogos porque su misma lógica es más artificial). Otra vez vamos al shock final, pero con más cocción de suspenso. El tercero, el de los coches y conductores, con su evidente referencia a Duel (Reto a muerte) de Spielberg y su lógica de violencia creciente -de cartoon y también de Laurel & Hardy- es el episodio más perfecto en términos de movimiento, montaje, ritmo. Un prodigio de esos que hacen exclamar cosas como que “pocos o solo Szifrón en el cine argentino pueden hacer esto así de bien”. De vuelta, aún con su perfección, tengo serias dudas sobre su permanencia en mi consumo cinematográfico futuro. El cuarto episodio es más extenso, es el de “Bombita”, el señor experto en explosivos que se venga del sistema de acarreos y multas por mal estacionamiento. Hay -otra vez- una notoria capacidad para narrar, y está el magnético Darín como protagonista. El sistema de estacionamiento y acarreo de la ciudad de Buenos Aires es odioso, qué duda cabe: se parte de reglas poco claras para hacer caja rápido. Pero hay algo de demagogia muy visible en la lógica de la venganza de hacer volar por los aires el sistema -ese sistema-. La trampa es muy evidente: asistimos a una explosión que sólo hace el daño que quiere hacer (él protagonista es un experto en demoliciones, pero no controla el espacio del acarreo como el de su trabajo), que no tiene víctimas colaterales, es un atentado “limpio”. La ilusión del bombazo inocente de cualquier otra culpa que no sea agredir al sistema. Este capítulo mezcla monstruos argentinos -con todo lo que tienen de italiano y del cine italiano- y un poco de Un día de furia de Joel Schumacher. Por otro lado la música, que ya venía en exceso de intensidad y presencia en toda la película, aquí -con el tema de La salud de nuestros hijos- desborda aún más.

Sigue el corto con las extraordinarias actuaciones (entre otras cosas por la capacidad para moverse con justeza en un escenario violentamente cambiante) de Oscar Martínez y Osmar Núñez, el relato que más descansa en decisiones morales explícitas. Hay otra vez impacto, unos diálogos que se pueden elogiarse incluso hasta en la comparación con Tarantino, un planteo tan ambicioso y bien llevado que es una lástima que termine de forma abrupta y hasta facilista. Una forma de resolver lo planteado que impide cualquier profundización de lo ya visto. Esa maldita sensación, otra vez, de que con el episodio consumido la posibilidad de volverlo a ver se reduce notoriamente.

El episodio final es el más extremo porque es el único que pone al odio y la violencia cara a cara con algo así como el amor. Es el más abundante en términos de personajes, de amplitud de miras, el que muestra (junto con el primero) al monstruo argentino desde un lugar menos forzado en términos de “situación límite social”. Hay una monstruosidad que se adivina en el gesto, en el modo de hablar, en la grosería evidente. (No, claro que quizás no coincidan conmigo, es parte del juego de opinar.) Este episodio resulta el más violento de todos al ser el menos apegado a una fórmula. De hecho, fue el episodio -tal vez por su final- menos satisfactorio en el momento de verlo, el más frustrante. A la vez, a poco de empezar a caminar se me hizo el mejor, el más inestable, el menos concluyente, el que más tenía potencia de largometraje, ese gran largometraje que Szifrón tal vez haya dejado para más adelante al entregar esta vistosa colección de muy buenos cortos de éxito mundial.