cuatro pelis

Por Javier Porta Fouz. Uno se pelea. Y se reconcilia. Bueno, a veces se pelea y no se reconcilia. Pero cuando ocurren, suelen ser buenas las reconciliaciones. En la vida del cinéfilo también hay peleas y reconciliaciones, a veces muy apasionadas. En esta columna, un breve repaso por tres de las mías.

Un director fundamental, crucial, enorme. El que sabe cómo narrar con mano clásica, con una fluidez incomparable. Sí, claro, Clint Eastwood. Jersey Boys fue el estreno que más me gustó de 2014. Pero en algún momento, hace más de diez años, una película de Eastwood me resultó insoportable, falsa: Río místico. Una película infatuada, recargada de símbolos graves, con actores en estado de crispación -sobre todo Sean Penn-, una película en la que Eastwood no hacía lo que mejor hace: quitar énfasis para lograr efectos y emociones mayores. Entendí que Eastwood se confundía en Río Místico, que no había hecho una película sino un “film” de obscena literalidad (los vampiros como metáfora dicha obscenamente). Río Místico era una película insegura –la resolución de la intriga, las actuaciones exacerbadas, gritonas– sobre un mundo que parecía conocerse por completo, con rigidez, antes de ser explorado. Luego de Río místico vinieron 10 películas, y entre ellas el díptico sobre la Segunda Guerra Mundial, que no está entre mi zona favorita de Eastwood, pero las seis últimas firmadas por el realizador nacido en 1930 (Gran Torino, Invictus, Más allá de la vida, J. Edgar, Jersey Boys, Francotirador) me parecen de una consistencia y una capacidad únicas, las películas de un cineasta insustituible.

Un director que fue fundamental para que me gustara el cine porque, claro, a mí también me gustan las conversaciones cargadas de neurosis, fue Woody Allen. Cuando a fines de los ochenta y principios de los noventa exploré -algunas en cine, la mayoría en VHS- su filmografía, tuve veneración por Manhattan, por Annie Hall, por Broadway Danny Rose, por Hannah y sus hermanas… e incluso por películas en general menos valoradas como Stardust Memories. Ir al cine a ver los estrenos de Un misterioso asesinato en Manhattan o Disparos sobre Broadway eran citan felices en los extintos cines de Callao y Santa Fe. Con Poderosa Afrodita -ese coro griego- empezaron mis problemas, que llegaron al enojo total y absoluto con Match Point, una de las películas más condescendientes con el público y más sanateras que yo haya visto (las múltiples explicaciones del destino que se juega en una pelota que cae para un lado u otro!, ¡el anillito para explicar lo mismo!, ¡los congelados!, ¡la gravedad!, ¡la música!, ¡la tragedia como chapa de supuesta seriedad!). Y no sé si El sueño de Cassandra no fue aún peor que Match Point. Pero algo (me) pasó con Vicky Cristina Barcelona, que mucha gente en la que confío detestó con argumentos que entiendo perfectamente. Pero a mí la mudanza a España me sonó a punto final de la gravedad londinense, a divertimento erótico banal inofensivo, y con actrices en estado de gracia. Después todavía vendría otro bodoque londinense como Conocerás al hombre de tus sueños, pero desde Medianoche en París me reconcilié con Allen, y desde ahí me gustaron todas, especialmente Blue Jasmine, pero también, sí, A Roma con amor.

Pensé que después de El nuevo mundo y sobre todo de El árbol de la vida -y de esquivar concienzudamente To the Wonder- no había manera de volver a admirar el cine de Terrence Malick (del que vi a repetición, siempre fascinado, La delgada línea roja y Badlands). Pero el mes pasado en Berlín me tenté con ver Knight of Cups en uno de mis cines favoritos, el Friedrichstadt-Palast. Ya llegará el momento de escribir sobre la película, pero debo decir que la mía con el cine de Malick fue una de esas reconciliaciones felices, intensas, inolvidables.