EL INCENDIO

Por Javier Porta Fouz. Volví a ver Mad Max: Furia en el camino. Es una película fundamental. Es excelente, aún a pesar de Tom Hardy y su segmento final, en el que no sabe devolverle la mirada a Charlize Theron y de los flashbacks que aquejan a su personaje y al relato, que son como chispazos de mal cine en el mejor cine posible (quizás la propia película esté diciendo cómo usa a Max: como apoyo para que Furiosa acierte todos los tiros). Mad Max siglo XXI es cine prodigioso, algo pocas veces desarrollado, un film de un visionario, de un director en extremo singular. Y es una película en la que hay muchas muertes, explosiones, golpes, caídas, heridas, tiros, arrebatos, persecuciones. Es una road movie con rutas apenas delimitadas, una road movie circular, con un sólo lugar para detenerse. Es una película violenta, dirán algunos. Sí, incluye violencia y brutalidades diversas, y muchas muertes. Yo diría que es más bien salvaje y festiva, con apetito e imaginación por y para la destrucción. La violencia pasa a una velocidad endemoniada, y de alguna manera permanece el movimiento, filmado con una capacidad encomiable. Mucho más violenta me resulta una película argentina cuyo conteo de muertes es infinitamente menor al de Mad Max: Furia en el camino.

 

El incendio de Juan Schnitman es una de las películas argentinas más encendidas de violencia en mucho tiempo. Una de esas de violencia persistente, impregnada, rociada. Una película sobre el malestar. Relatos salvajes jugaba con eficacia al remate, a la sorpresa, a la cita de grandes directores, al crescendo de rabia hasta la explosión. Pero era una película catártica, con resolución, o más bien resoluciones. Una película con cierres más claros, en la que que la distancia de las estrellas, de la apoyatura en los géneros, de un relato más claro y reconocible la hacían menos enferma, más apta para ser mentada con nula originalidad periodística en cada cobertura de hechos criminales diversos, en cada “nota de color” sobre reacciones airadas de algún “vecino”. El incendio -estrenada en Berlín en Panorama y luego en competencia internacional en el Bafici- es una película más pegajosa, más inextirpable, más enferma. Es una de las mejores películas argentinas estrenadas en lo que va de este año, una demostración de concentración. ¿Es una de esas para lo que mucha gente imagina como el círculo de críticos y cinéfilos snobs? En absoluto, es una película que no exige contraseñas de iniciados, una película que hace de la frontalidad virtud.

Esto fue lo que escribí sobre El incendio para el catálogo del Bafici: Una pareja joven está por mudarse del departamento que alquila al que tiene planificado comprar en esa jornada que comienza. Todo está empaquetado: el ambiente es inhóspito. Ya no hay un hogar en ese lugar y el nuevo todavía no está disponible. Hay que comprar un departamento, hay que mover una gran suma de billetes en efectivo -una práctica del absurdo económico de la Argentina que hemos naturalizado, como tantas otras aberraciones-. Algo no se organiza del todo bien. Nervios, problemas, tensión: los golpes físicos, las heridas emocionales, objetos que se destruyen, todo está en riesgo, todo puede colapsar. En unas horas, lo que parecía el inicio de un futuro compartido torna en una pesadilla en la que el adentro y el afuera interactúan de forma lacerante. La primera película en solitario de Juan Schnitman es un sorprendente thriller sobre el amor y el odio de extraordinaria tensión y confección precisa, que desde su mirada micro devuelve lógicas sociales en tal estado terminal que ni siquiera se reconocen como tales.

Volví a ver El incendio, y sigo sosteniendo lo escrito en el párrafo anterior. Y, a diferencia de lo que me pasó al revisar Relatos salvajes, en la que algunos episodios se (me) apagaban, disolvían parcialmente su interés porque estaban demasiado apoyados en remates, las secuencias cohesionadas del incendio volvían a involucrarme, a nublar el horizonte, a provocar ese malestar. La película reproduce su capilaridad, su fenómeno absorbente: se apoya en eventos del malestar social y los impone, los aísla en secuencias pero los integra en un relato de ostensible contundencia, de esos que se centran en una pareja como caja amplificación interna y caja de resonancia externa, que ponen en juego a actores (Pilar Gamboa, Juan Barberini) que entienden que la actuación en el cine es en buena parte cuestión de cómo mirarse, uno de esos relatos de uno, dos, ultraviolento.