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Por Pablo Llonto. Viernes 28 de noviembre y sábado 29 de noviembre. Jornadas de furia en el fútbol. El primero de esos días, en radio Mitre, un desaforado cronista Sergio Gendler trata de “cagones” a Emmanuel Gigliotti y Fernando Gago en un sobreactuado espectáculo dentro del estudio.

 

Un día más tarde, una banderola y algunos pasacalles flamean con el viento y la lluvia de noviembre en los alrededores de la Bombonera. “Gigliotti no merecés usar nuestra camiseta”. La cartelería azul y amarilla no lleva firma, cual si fuesen los cobardes gritos de hinchas que desde atrás del alambrado o de un plástico resistente, insultan y agreden a los futbolistas cada vez que Boca juega en su estadio.

¿Qué diferencias hay entre Gendler y el hincha descompuesto que pagó para que otros le pinten y cuelguen el cartel?

La jactancia parece ser la misma. Gendler disfruta en la radio, goza a otro como él (Diego Leuco) pero hincha de Boca, olvida el respeto mínimo que se espera del periodismo, y cual Lanata boy, cree que su valentía es hablar sandeces frente a un micrófono para condenar a un delantero que falló un penal o a un volante que hizo lo que pudo en un superclásico.

Al parecer, llamar cagón a un futbolista forma parte de los atributos exigidos al periodismo deportivo para quienes conducen la radio que más tonifica a la clase media militante del gorilismo en la Argentina.

No hay otra forma de explicar por qué ocurren semejantes barbaridades en un medio de comunicación.

Sin dudas que hay un límite. Límite no escrito, pero límite al fin, en la crítica a un futbolista. Límite que debería cuestionarnos a nosotros (los periodistas) a la hora de poner calificaciones, de esgrimir supuestos argumentos técnicos, de elaborar análisis complicados en lenguajes inalcanzables para el sencillo y popular hincha de fútbol.

Todo esto suele no enseñarse en las escuelas de periodismo; mucho menos en las redacciones (escritas, radiales o televisivas) donde es habitual cruzar la frontera del insulto y la valoración desmedida para hablar de futbolistas, deportistas o entrenadores.

Ese mismo rigor, que se entremezcla con todo hincha que el periodista lleva adentro, ha concluido – en algunos casos – en provocaciones violentas a los deportistas o en reiterados usos del humor que encubren cierta cobardía, de otro estilo.

En definitiva, sea cual sea el estilo, se persigue lo mismo. Lograr unos minutos de fama. Para el periodismo, para la vida, para la pantalla, para la mamá y el papá. Que la sociedad, los hinchas de fútbol, los amigos, el barrio, alguien, un oyente al menos, se acuerden más del periodista y su comentario que del deportista. Como bien se decía antes, y puede decirse hoy con todas las letras, “hay periodistas deportivos que se creen ídolos deportistas y pretenden más centimetraje que los propios protagonistas”. Las escuelas de Nimo y de Pagani criaron cuervos.

Algo parecido ocurrió con los barras.

Y tras ellos, periodistas e hinchas pistoleros, se encolumnan los dueños del estofado que ven como la mala fama, al final, los beneficia a todos ellos. Eso es lo que buscan, sacar pecho, enorgullecerse, y decir “éste es de los míos”.

Por eso a la radio de Gendler no le importa nada. Como al fabricante de pasacalles tampoco.