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Por Juan Terranova. Lunes. Tengo hace meses una foto de Hitler posando con un niño con cabeza de oso panda en el escritorio de mi Mac sin saber dónde ponerla. Tampoco sé qué significa, quién hizo el montaje y por qué la atesoro tanto y no me decido a borrarla. Es muy probable que sea apenas otra hilacha más de la conversión pop del nazismo. Lo cuál, desde ya, estaría diciendo mucho más –y cosas mucho más complejas– del pop que del nazismo. Después leo que los árboles aparecieron hace 350 millones de años y los tiburones, hace 400. Un mundo sin árboles pero sin tiburones es mucho más raro, y amenazante, que la foto de Hitler y el niño panda.

 

Martes. Escucho a Richter tocando la octava sonata de piano de Prokofiev. Cada disonancia, una historia de amor perdido entre oriente y occidente. Cada contrapunto entre graves y la melodía que se escapa, un poco de luz en nuestras mundanas contradicciones. Cada tanto, la tos de gente que ahora debe estar tosiendo en su tumba. Después escucho la sexta que empieza forte y se va haciendo más suave, nocturna, impresionista y sentimental. Luego reaparece el ritmo maquinal. En ese juego se hace la pieza. Y nuestra neurosis.

Martes, más tarde. No te pueden gustar todos los intérpretes de todas las épocas y todos los compositores de todas las escuelas. De ser así no estás escuchando la especificidad, el carácter y el estilo de cada uno. Preferís a un intérprete porque no preferís a otro. Quizás ambos son buenos y te gustan ambos pero a la hora de poner una pieza a sonar algo te hace inclinarte por uno, y esa inclinación está basada en el gusto. Respetar, honrar y hacer crecer ese gusto es parte central de la música.

Miércoles. La Revista Viva me deprime a niveles de Bowling for Columbine. La Revista Gente y la Noticias permiten un escape irónico. Pero la Viva te demuele. Es como si la clase media metiera toda su rastrera ingenuidad y su burda sensiblería ahí. Caras es Cerdos y Peces al lado de Viva.

Miércoles, más tarde. La Unión Soviética no solo daba músicos. Leo que Yul Brynner era hijo de una gitana de Besariabia, ucraniana o rumana, que murió durante el parto. Según Wikipedia, había nacido en Vladivostok. Estudió teatro en la París de los años 30 donde también trabajó como guitarrista y cantante de jazz gitano. Lejanos comienzos para un cowboy, aunque hay que reconocer que su viaje, como el de tantos otros, siempre fue hacia el oeste. (Aunque en The magnificent seven el viaje es hacia el sur.)

Jueves. Preparo una clase sobre “escritura de la novela.” Escribo notas donde digo que la novela nos propone como género una dicotomía que deberíamos pensar. Es una dicotomía que flota siempre que se habla del género. Hay muchas formas de plantearla. La más clásica es entretenimiento versus conocimiento. Pero podríamos hablar de novela pasatista versus novela seria, de divertimento contra compromiso, de novelas “de género” versus novelas “existenciales” o “de tesis”, o como instrumento ontológico, también de producto de mercado contra arte, best-sellers y longsellers, etc. Estas categorías son, desde luego, falsas y equívocas. Unas están veteadas de las otras, y lo que está concebido para el entretenimiento puede aburrirnos –pasa todo el tiempo– y el conocimiento puede desarrollar formas magnéticas de expresión. Así, Filosofía a mano armada de Tibor Fischer es una novela que piensa la filosofía de una manera muy divertida. Y yendo un poco más allá podemos leer La educación sentimental como una novela útil, de advertencia, y Bouvard y Pecuchet como una historia moral. Supongo que Flaubert no estaría en desacuerdo con esas lecturas. Por otra parte, la ciencia-ficción es especialmente sensible a la divulgación científica por un lado –la ciencia ficción dura– y a las novelas llamadas “de imaginación”, por el otro. Barthes habló de texto de placer y el texto de goce. Someramente: uno seduce, es consumido, avanza. El otro se traba, nos desafía, entorpece nuestra lectura, nos magnetiza por su dificultad. También es una dicotomía, ay, y tan reducida. Puse en mi clase que a mí me gusta pensar en lo que fluye y lo que se detiene. (Quizás sea cierto.) Twitter, por ejemplo, fluye. Leemos y leemos y siempre hay más, y finalmente nos vamos o nos detenemos. Pero Twitter nunca deja de fluir. Supongo que en el siglo XIX, el siglo de la novela, el género se consumía así, como hoy consumimos las redes sociales. Y hoy la novela es texto de goce o no es nada. Creo que Barthes no habla de esos textos que simplemente no nos convocan... Es raro que no haya trabajado la indiferencia, hace juego con sus intereses. Para la clase, lo que me importa es que el novelista debería ser consciente de cuando su narración fluye y cuando la narración se detiene. Cuando está introduciendo una innovación que va a descolocar al lector o cuando está trabajando con un lugar común que va a ser de fácil asimilación. Cuando el punto de vista hace avanzar la trama o cuando la trama se detiene y la primera persona se vuelve impresionista y violenta la comprensión de la lectura, y el persona y el novelista respiran y el lector sigue expectante.

Viernes. Amor y represión. Como decía Stendhal, lástima que el agua no esté prohibida, porque si no, ah, qué rica sería. Creo que a veces me tomo demasiado en serio esta larga broma de leer y escribir.