CAMINOS VIRTUALES
Ni una ventana más

EN SUCURSAL FLORIDAPor: Adriana Amado. Voy a decirlo de una vez. Me rindo ante el nuevo rey del mundo virtual, las redes sociales, cualquiera sea el nombre que adopten de acá en más. Están buenas, son muy modernas, pero qué quieren que les diga: en mi vida no cabe una ventana más. Váyanlo sabiendo los que todos los días mandan a mi anticuada casilla de email invitaciones a redes con nombres que prometen la socialización indiscriminada. Sépanlo todos esos que andan pensando inventar algún programita más, alguna nueva red social que agrupe gente que no está agrupada (si es que quedó alguien afuera). No voy a sumarme. Y  no por antipática, ni por resistirme a los avances tecnológicos. Es que no me queda resto para otra interfaz.

Primero fue el gemail. Escuchaba hace unos años que gente joven, de esa que Baricco llama anfibia, comentaba que la dirección de correo que había que tener era la de yimeil (ellos lo pronunciaban así). Que las otras eran de la prehistoria. Lo cual no estaba mal porque como en cada actividad se me habría una casilla, resultaba que tenía más nombres atrás de la arroba que apellidos de casada había tenido Liz Taylor. Así que abrí el gemail, centralicé los correos que tenía por ahí, y aproveché para simplificar. Hasta ahí, la vida era sencilla.

Después vinieron los blogs y su potencial comunicativo, con lo que todos los que tenemos por profesión expresarnos pudimos concretar el sueño de la página propia. Y meta publicar lo que se nos venía en ganas. Pero claro, en seguida el monoambiente que diseñamos con tanto cariño y precariedad tecnológica se nos llenó de extraños. Gente que también tenía desesperación por que el mundo conociera sus valiosos pensamientos se puso a adoctrinar a los que pensaban de otra manera, y la administración de los comentarios se convirtió en un trabajo insalubre. Por eso de que en muchos casos demandaba asistencia psicológica, porque nadie en la vida real nos insultaba de la manera activa y consecuente que lo hacía por los caminos virtuales.

Claro que los blogs se convirtieron rápidamente en un espacio de individualismo intolerable para el espíritu comunitario de internet. Entonces se armaron las redes sociales. Pero administrarlas adecuadamente, contestar todos los comentarios que te dejan en el muro, alimentar la novedad que demanda gente que hace años que no te ve y quiere recuperar el tiempo perdido, exige un esfuerzo y una dedicación propia de un kibbutz. Yo empecé por tuiter porque como solo demandaba 140 caracteres me parecía que era manejable. Era como agregarle una piecita al monoambiente del blog. Hasta que @dgallo, el rey del tuit argento, me puso en un #FF, que en lenguaje humano es algo así como “pasen y vean lo que está diciendo este ser humano”. Y se me llenó la casilla de gente. Y yo así, ¡de entrecasa! Y ahí empecé a tuitear como loca, levantándome cada mañana esperando que apareciera esa idea digna de arrojar a tan selecta audiencia.

Finalmente, y luego de meses de militancia anti Féisbuk,  caí en la red. Tengo que reconocer que me dejé empujar. Es que había gente que me decía que no estaba en tuiter y que a pesar de ello quería ser “mi amiga”. ¿Cómo declinar semejante propuesta? ¿Para qué abrir la fría casilla del email cuando hay una ventana que no pasa un día sin que te regale “solicitudes de amistad”? Entonces entendí por fin la promesa de ese cartel que encontré en un banco, intervenido por un romántico que esperaba en la fila, en el que se leía “Aguarde a ser amado”. Y abrí no más la nueva sucursal en el Féisbuk, también atendida por su dueña y con los mismos productos. Pero, como suele pasar, la multiplicación de bocas de expendio te baja la calidad del servicio, ¿viste?  Y ahora siento que no hago más que defraudar en todos los programas  a tan generosos “seguidores” y “amigos”, a pesar de que estoy trabajando tiempo completo para “ser amad@”. Así que acá me tienen,  con la misma ansiedad de antes y con demasiadas ventanas abiertas para esta ola de frío polar.

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