EL DESTINO DE LAS HISTORIAS
Lee y escribe

Fogwill Caparros GuerrieroPor: Adriana Amado. Ahora casi todos ponen una cruz en el casillero “Lee y escribe”. La escolarización primaria extendida se lee como 98% de alfabetización, que es el porcentaje que va contestar a los censistas 2010 que escribe y que lee. Y es raro porque parece que no es así. Las maestras dicen que no, que sus chicos no escriben; los profesores protestan que no, que los estudiantes no leen. Incluso parece que los universitarios no entienden consignas básicas y no pueden responderlas. Las estadísticas delatan que no, que la mitad de los argentinos no ve un libro en todo el año. Los diarios confiesan todos los días que no, que la escritura no es una competencia necesaria para ser periodista. Es más, a algunos ni siquiera se les exige el manejo básico del idioma castellano.

Aunque, claro, fallece Fogwill, y todos le dedican un sentido homenaje ponderando sus virtudes estilísticas, incluidos esos medios a los que les importa un bledo ofrecer a sus lectores buena lectura. Justamente ésos en los que “los editores han decretado que los lectores ya no leen”, como cuestiona  Leila Guerriero. Por suerte, ella no los escucha e insiste en escribir bien, aunque no encuentre medios acá que la publiquen. Entonces,  va y escribe crónicas para Colombia y España como la del Equipo Argentino de Antropología Forense, que de tan buena le valió el premio de la Fundación de García Márquez.  Y como es una tipa generosa, las compila en un libro hermoso que se llama Frutos extraños, que debería ser de lectura obligatoria para cualquiera que quiera saber cómo se honra el privilegio de escribir para otros. Ahí nos dice que “cualquier historia tiene como destino posible la gloria o el olvido”, y ella en su munificencia explica cómo hace para sus textos merezcan la primera. Y por qué, en cambio, casi toda la bazofia que leemos todos los días se autodestruye en el momento en que la consumimos.

Dice Guerriero que para relatar la realidad hay que permanecer con ella el tiempo suficiente, porque entonces “antes o después, ella se ofrece generosa, y nos premia con la flor jugosa del azar”, que puede convertir en hermosa una nota sobre el carnicero Samid. ¿Qué mejor definición de periodismo podría haber?  Qué quieren que les diga. Yo me resisto a llamar periodista a esos que se quejan de que  el tiempo no les alcanza más que para copiar lo que mal escriben unos tipos apurados por llenar las redacciones con novedades de sus favorecedores. Esos que ni se enteraron que en algún momento Balzac, Pérez Galdós, Mark Twain, Amado Nervo, Karl Krauss, Fray Mocho, Tomás Eloy Martínez, Fogwill escribían periodismo. No. No pueden ser periodistas esos que llaman noticia a un bolo fecal de cables y gacetillas tan malamente masticados que hasta transcriben los errores gramaticales sin vergüenza.

Pero por suerte, alguno que otro periodista como Martín Caparrós sí tiene tiempo para escribir y de paso narrarnos cosas que no tienen jefe de prensa que las cuenten. Y regalarnos en el libro Contra el cambio frases exquisitas para describir las mismas cosas que los diarios y las revistas nos arrojan como piedras.  Por ejemplo: en donde la vulgaridad y el poco vuelo dirían “asentamiento” o “indigentes”, Caparrós elige decir “La miseria es pobreza con escándalo de despilfarro cerca”. O “Aquí la noche es noche: no hay luz que la distraiga”. O mejor, “Me perturban esos hombres y chicos con camisetas que dicen que son lo que no son ni nunca serán nunca: Messi, Rooney, Cristiano…”

De paso nos explica que “Hay tanta información e imprecisión sobre estos temas que los que escriben sobre ellos tienen que elegir los datos que utilizan y los que desechan. O citar ambos e insistir sobre el tamaño de nuestras ignorancias”. Y entonces ahí entendemos por qué leer algo bien escrito nos recuerda la inmensidad de nuestra pobreza. Esa miseria de no tener una buena hoja de diario para llevarnos a los ojos. Esa indigencia de adjetivos precisos y concordancias verbales para decir bien lo que queremos decir. Esa angurria por comerse las letras y escupir por radio y televisión oraciones que dan pena de maltrechas. No hay recorte más triste a la libertad de expresión que el secuestro de las palabras para ejercerla.

El mejor homenaje que los menesterosos del idioma podrían hacerle a Fogwill es leerlo para entender que una cosa es escribir y otra, muy distinta, es llenar de letras pantallas y papeles.  Los diarios de la guerra nos recuerdan que había escrito en “El observador”: “Mientras en una profesión –por ejemplo el periodismo- se recompensa con salarios y rangos el buen cumplimiento de la función de maximizar la satisfacción de los jefes, los lectores y los anunciantes, en literatura se recompensa con la gloria la tarea de minimizar la satisfacción de cualquier demanda ajena al rigor lógico y estético de la obra”. Lógica, estética y gloria que, por suerte, cada tanto se encuentra en algún libro de periodistas que sí leen y escriben.
 
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