Caso Angeles - En la calle Ravignani

Por Adriana Amado - @adrianacatedraa El caso Ángeles no es un policial. En el mes que transcurrió desde el hallazgo del cadáver hubo otros 75 asesinatos similares, según comentaba el periodista Ricardo Ragendorfer, de los que nadie comentó una línea. El caso Ángeles, en cambio, fue un ejercicio de autorreflexión del periodismo que muchos con micrófono no se animan a hacer con otros temas. Porque no es que tenemos problemas de calidad periodística solo con la crónica roja. Que el 76% de la sociedad se confiese desinteresada de las internas políticas inmediatas, siendo que ha sido el tema casi dominante de la prensa en los últimos dos meses no habla solamente de la apatía electoral. Pero es más fácil castigar al movilero oportunista que tira versiones improvisadas por las fuentes policiales que caer con la misma indignación con el comentarista político que sabe dibujar con larga pluma las operaciones de los informantes electorales. Me atrevería a decir que el cinismo de los segundos es mucho más dañoso y mezquino que el del primer par de partícipes necesarios de la información. ¿O acaso la calidad periodística no es mucho más crítica en la cobertura diaria de la cosa pública que en los eventuales excesos de un caso policial?

 

Como siempre, la autorreflexión periodística suele señalar las faltas en los otros, los malos periodistas de siempre o la sociedad que se regodea con lo feo del mundo. Sin que nadie se tome ningún trabajo de leer lo que las audiencias realmente hacen, se excusan cientos de horas de pésima programación sobre un caso trágico en que es “lo que la gente pide”. Hacen análisis de la emisión y cargan las culpas en los destinatarios. Y para peor, las cuentas no les cierran, porque si las horas dedicadas al crimen de la chica Rawson duplicaron o más cualquier otro caso policial previo, las audiencias no acompañaron ese guarismo. Apenas si mejoraron un par de puntos el rating de programas de una ramplonería reconocida por todos. Ese aumento mínimo de audiencia habla más de la mala oferta televisiva de siempre que de la perversión social con la que intentan explicar que Ángeles y el portero dominaron la conversación unas semanas.

Sin embargo, ese gesto social antes que síntoma de una patología (“morbo” es el diagnóstico favorito de gente que cuanto más lo repite más delata su ignorancia) es signo de salud. Mientras la dirigencia insiste en gastar dineros públicos para decirnos que “Somos un país de buena gente”, la sociedad se detiene a hablar de un caso de un presunto buen tipo que podría haber actuado en sentido contrario. Mientras las campañas electorales, esas que generan tanto desinterés, insisten en el mensaje de amor, la conversación social se detuvo estas semanas en el tema de la violencia cotidiana y en la precariedad de nuestra existencia. ¿Quién estaría necesitando asistencia psicológica? ¿La sociedad o sus dirigentes?

Para quienes insisten obstinadamente que las mejoras de los medios vendrían con la plena aplicación de la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, el caso viene a mostrar las falencias del modelo controlador para conseguir una mejora en los contenidos. Las sociedades no mejoran por decreto ni los medios por multas. Como tampoco la pluralidad trae de por sí una mejora como no la trajo solo la competencia (es curioso que el modelo intervencionista y el comercial tengan lógicas tan parecidas en ese sentido). El caso Ángeles, más que la irresponsabilidad de los medios, nos viene a dar cuenta de la indefensión de nuestros jóvenes y la amenaza que los adultos representan para los que se suponen debe proteger. Eso es lo que intriga a la sociedad y la pone a buscar explicaciones que ni medios ni poder saben darle.

Antes que los artículos de la ley 26.522 que tutelan a los niños frente a la radio y la televisión, estaba la ley 26.061 que en el artículo 7 señala que “La familia es responsable en forma prioritaria de asegurar a las niñas, niños y adolescentes el disfrute pleno y el efectivo ejercicio de sus derechos y garantías”. Y en el artículo 10 redunda en un derecho que ya está protegido por otras leyes pero que insiste especialmente en que “Las niñas, niños y adolescentes tienen derecho a la vida privada e intimidad de y en la vida familiar. Estos derechos no pueden ser objeto de injerencias arbitrarias o ilegales.” Se trata de artículos de un sentido común tan extremo que nos hacen tambalear cuando vemos que se conculcan. Más inquietante es la solución que esa ley propone en su artículo 1: “La omisión en la observancia de los deberes que por la presente corresponden a los órganos gubernamentales del Estado habilita a todo ciudadano a interponer las acciones administrativas y judiciales a fin de restaurar el ejercicio y goce de tales derechos, a través de medidas expeditas y eficaces”. Justo el procedimiento que las máximas autoridades andan diciendo en todos lados que no funciona. Un procedimiento que, aun funcionando, no le devolverá a la chica muerta la intimidad que perdió su joven vida cuando el mal periodismo entendió que la sociedad hablaba de ella porque quería datos truculentos y no porque el caso venía a cuestionarle una de sus pocas certezas. Quizás lo que las audiencias aprovecharon fue la oportunidad para hablar entre sí esto de que, quizás, ni somos tan buena gente ni nos queremos tanto.