fort

Por Adriana Amado - @Lady__AA Cuando Ricardo Fort era novedad escribí por acá que el interés que despertaba el personaje podía explicarse porque en alguna medida ejercía con impunidad admirable ciertas tendencias que nos habitan. Citaba entonces la idea de Maffesoli de que “La lógica de un conjunto particular se evidencia en la multiplicidad de sus apariencias”: lo que hizo Fort fue poner en acto y todo junto situaciones que tienen que ver con cierto espíritu de época.

 

Si hubiera que contar una biografía de Fort no edulcorada por la absolución que le concede su repentina muerte, o sea, diferente de la que estuvieron contando los programas que en vida lo despedazaban, sería la de un tipo que creyó que en la celebridad iba a encontrar la felicidad. Es cierto que contaba con medios para procurarse la primera (ya sabemos, por tradición y refrán, que el dinero no da la segunda). Pero rápido comprobó que apenas compraba una notoriedad momentánea, que se depreciaba ni bien dejaba de derramar los dineros que aseguraban su lugar en el subgénero de los programas pasatiempo. En cualquier caso, siempre rindió más indignarse con las intervenciones escandalizadoras del personaje que concluir que es un producto de esa prensa de espectáculos que se mueve por encargo y pago del interesado. Es más liberador criticar a Fort que a los periodistas que viven de sus costillas o de las de cualquier personaje dispuesto a pagar por una fama que supone condición de existencia. Sea farandulero, político o ambicioso de cualquier calaña.

También es difícil que reconozcamos que su vida no nos era tan ajena. Su incesante intervención del cuerpo es comprensible en un país que tiene la cirugía plástica como principal oferta turística hacia el exterior. Tampoco es extraño que su ofrenda inicial a las novias de alquiler fueran las tetas turgentes porque sabemos que en muchos casos es el regalo de muchas quinceañeras reciben de sus progenitores. La diferencia es que Fort, antes que disimular las cirugías, salía a exhibirlas en la televisión. Como también exhibía sin culpas el dinero de la fortuna ganada como exitoso heredero. Él no necesitaba disimular la prepotencia del dinero con excusas de trabajo honesto.

Sabíamos de él que tenía en Miami su residencia, antes de que se volviera a instalar como meca del dólar turista y que había alquilado vientre para ejercer paternidad antes de que el tema entrara en la agenda legislativa. También supimos que ostentaba Rolls Royce en un país en que la abundancia de autos lujosos se convirtió en una amenaza a la economía nacional. Su alarde de la máquina tenía como contracara la de constantes transeúntes que se fotografiaban al lado del armatoste plateado, estacionado en la puerta de Ideas del Sur, para ostentar a su vez el suvenir ante sus conocidos. Porque los que se iban hasta Paternal para conseguir esa instantánea son de la misma sociedad que festeja cada mes la venta récords de autos cerokilómetro.

Ningún afeite ni artificio pudo disimular que era un hombre sin atributos. Ni la mediatización compulsiva alcanzó para mantenerle el protagonismo cuando pasó la novedad. Su mejor acto fue su martirio farmacológico. Fue cuando dejó ese pseudo reality show que nadie creyó y reeditó la versión nac&pop de telenovelón “Los ricos también lloran”, apoteosis que lo llevó a ser entrevistado por el periodismo que se cree mejor que aquel que le hizo las primeras canalladas. Que fuera el remedio con el que buscaba encubrir el dolor el que causó la muerte es una metáfora demasiado obvia por eso la televisión no puede dejar de referirla una y otra vez al televidente para que esboce una mueca de lástima que lave la impiedad con que siempre destrató al personaje. Hace un siglo Valle Inclán pintó la decadencia española con la imagen del esperpento, esa deformación de lo real que precisamente por eso lo pintaba descarnadamente. Hoy es la televisión nuestro espejo convexo que nos devuelve en la deformidad de Ricardo Fort un poco de la nuestra. Es que, aunque no nos guste, Ricardo tenía cierto aire de familia.