Crónicas + Desinformadas

No importa sus ideas políticas. No importa que ya esté más para el arpa que para el violín. Clint Eastwood a sus 91 años, ya es de bronce y sigue vivo. Acaba de estrenar “Cry macho”, donde aborda –una vez más- la vejez con honestidad. Lo queremos a Clint como quien quiere a un abuelo. Lo sentimos cercano. Lo respetamos. Lo consagramos. Aplaudimos cada centímetro de su metro, 93 de estatura. 

Qué buenos eran Los Twist. Esa banda chispeante que hacía rockabilly, o lo que fuera que hacían. Eran unos capos. “Cleopatra”. “El estudiante”. “Mi herida”. Qué hitazos. Las letras se pegaban como cinta adhesiva, la guitarra siempre era filosa, turbia, entusiasta. Pipo Cipolatti era un frontman atípico: mitad alienado, mitad freakie. Un genio bizarro de gafas, jopo y pelo rojo. Un tipo que había sido hijo del comisario en tiempos de dictadura. Que hablaba de los marcianos como si fueran cosas de todos los días.

Cada vez qué hay elecciones uno las vive como quien se asoma al abismo. El círculo vicioso de la alternancia eterna del poder. Primero uno, luego el otro. Luego el otro, luego el primero.

No es lo mismo ganar que simplemente ver cómo el otro abandona. O que dan el partido por ganado. O el otro, como en el tenis, demora en presentarse y pierde el match. Desde la mordida de Mike Tyson a la cancelación del partido Brasil y Argentina, cuando la ley interviene sobre un evento deportivo y tira la toalla, queda sabor a poco. Una sensación a película que acaba antes de tiempo. O a veces, acaba aún antes de comenzar. Puré frío. Helado derretido. 

Siempre quise más a los Beatles que a los Rolling. No me pregunten por qué. Tal vez porque eran más experimentales, más románticos menos ásperos.  Sin embargo, Charlie Watts siempre fue mi Rolling favorito. Debió, a mi entender, no ser un Rolling. Debió ser, si nos ponemos puntillosos, otro Beatle. Nunca una curda. Nunca un episodio con la policía. Nunca un sueltito Diario Crónica. Además, Charlie era, en verdad, amante del jazz. Basta escuchar su disco solista para entender qué tenía en la cabeza: más Miles Davis que Satisfaction.

De todas las lecciones humanas que se conjeturan ahora sobre la pandemia, creemos que la más evidente, después de tanto costo económico, laboral y humano es: nunca pero nunca muerdas un murciélago.

Teniendo hija pequeña es natural que mi casa sea un despelote. Sin embargo, el despelote del cajón no es culpa de mi hija: es todo culpa mía.

La gente no llora por aludes en el otro rincón del planeta. Por matanzas de pueblos enteros. Por guerras étnicas, raciales, dementes, irrisorias. No lo emociona el hambre, los desplazamientos de poblaciones enteras producto de la guerra, las ciudades en ruinas, ni la devastación de la naturaleza. Ahora bien, a Lio Messi se le pianta un lagrimón en su conferencia de prensa de despedida del Barcelona, al que ataja convenientemente con pañuelito descartable, y al planeta entero se le da por llorar.

Estamos cansados de otra campaña política. Es una fiaca. Ya sabemos de antemano cómo saldrán las cosas: no importa quién gane. Uno entrará al cuarto oscuro sintiéndose, en un lapso breve, poderoso, decisivo, democrático, y luego todo volverá a la normalidad: o sea, al desastre nuestro de cada día. Verá nombres en los papeles, algunos reconocerá y otros no. Esos nombres habrán luchado de a codazos por ganar ese lugar en el papel. Algunos habrán, además de dar codazos, irrumpido con algún que otro pisotón. No importa. Es lo de menos. Son las reglas del juego. Y de ese juego, señoras y señores, estamos podridos. No más papeleta. Nomás urnita de cartón. Say no more.

Mientras conversaba con el repartidor de agua –que, por otra parte, acabo de enterarme es maestro de artes marciales-, con el sol a sus espaldas, mientras lo veía explicar con entusiasmo y el barbijo liberando nariz y algo de la boca, los pormenores de una gira que darían él y su equipo de peleadores a Brasil, entonces la ví. Pequeña, brillante, y por qué no feliz. Desde la vereda, y a un metro del repartidor, la observé ascender, al fin liberada, al fin ella y solo ella, en un arco desplegado al cielo invernal pero soleado de mi pueblo. Buscó, se estiró en la medida de sus posibilidades, ensanchándose en el aire como una mariposa.