En las universidades de periodismo, queda viejo hablar de nuevo periodismo. Los popes de ese movimiento que conjugó ficción y medios, están enterrados o llevan bastón y transitan su vida más cerca del arpa que de la guitarra. Pero, hay un nuevísimo periodismo que deja todo este boom atrás. Y el hombre que más hizo por él y lo volvió a convertir en género fresco y novedoso, fue el gran David Foster Wallace, quien se quitó la vida en el 2008 y acaba de inspirar una peli y un sinfín de tributos menos sinceros que oportunistas.

A Foster Wallace le debemos, los periodistas, el legado de “Hablemos de langostas”, sin dudas, el mejor libro de crónicas de los últimos 50 años, o más. Ahí, hizo de todo: cubrió desde una convención del porno hasta un festival de langostas en Maine. Usó y abusó de recursos jamás empleados en el periodismo, como la nota al pie –hizo tantas que a veces, era una nota al pie de otra nota al pie-. Era David un enfermito genial. Un retorcido obsesionado con la tele, que no podía estar solo, vivía medicado de tan sensible, tan consciente, tan despierto hasta que abandonó su medicación y luego también, abandonó este mundo.

También fue, claro, un escritor insuperable. Escribió una novela ambiciosa, “La broma infinita” que gira sobre las adicciones –más de mil páginas, muchas de ellas con notas al pie-. Y un libro de relatos demoledor: “La chica del pelo raro”. Nadie observó a Estados Unidos como él: nadie lo hizo con tanto filo.

Su paso por este mundo dejó olas: su editor está publicando todo lo que encuentra sobre él. Y un libro sobre una entrevista de cinco días con la Rolling Stone en 1996, acaba de inspirar una película: “The last tour”. Allí se lo muestra un poco loco, otro poco genial, un poco agudo, otro poco enfermo, y sin dudas, muy pero muy solo. Con dos perros. En una cabaña rodeada de nieve. Un hombre atormentado que solía repetir: “Las cosas más importantes de este mundo son las que más nos cuestan hablar”.

Su entorno está dividido: amigos dicen que la peli no refleja a David. Otros dicen que le hace honor a él. De un grupo y otro, coinciden: a David no le hubiera gustado volverse celebridad.

The last tour” es también un reflejo de nuestra profesión: cómo un cronista descubre al personaje que admira en su propio universo –lo visita en su casa y lo acompaña de gira en la presentación de su novela-. Y luego se envuelve en su mundo, tiene una pelea por una chica, y termina enfrentándose, el cronista, con sus prejuicios y premisas mediáticas. David Lipsky, el periodista, está convencido de antemano que Wallace es un adicto a la heroína. Y no puede creer que sea un adicto a la tele. Y eso lo afecte tanto. Pero así es: Wallace es también víctima en carne propia del sueño americano que se vive y padece, control remoto en mano.

David daba clases de escritura con la misma pasión con la cual concebía sus novelas. Sus alumnos admiraban su entusiasmo: para un cuento de cinco páginas, llegaba a poner seis páginas de comentarios y análisis. Un capo.

Nunca una ola de tributos fue tan merecida, como la suya. Acá, otro tributo más para sumar a su memoria.