El deporte favorito de los argentinos es pedirle peras al olmo. A las modelos y vedettes, queremos que sean intelectuales y citen a Shakespeare. A los deportistas que sean filósofos y eruditos del lenguaje. A los políticos que sean santos. A los santos que tengan calle. A las putas que sean puras. Y a las puras que sean putas.

Es, en ese orden de cosas, cómo tras el recital turbulento del Indio Solari en Olvarría con dos muertos, destrozos, saqueos, ahora los fans le reclaman al músico no haberlos protegido. Perdón: ¿no haberlos protegido? ¿Por qué tratar a Solari como el Gauchito Gil? ¿Por qué imaginarlo como un gran padre que todo lo entiende y todo lo cubre?

Solari es, vamos, un rockero. Y un rockero no cuida de nadie, a duras penas de sí mismo. El rockero sale a tocar para tener más dinero para cerveza, para mantener hijos y ex esposas, y para poder volver a casa a no hacer nada. Para cuidar de la gente, está la empresa de seguridad, los productores y los que habilitan los lugares. No jorobemos.

Los rockeros no son santos. Son simplemente tipos y tipas, que trabajan de tocar y punto. Es mentira, como es mentira que existan hoy guerras de religión: siempre, detrás de todo conflicto, hay billetes. Los rockeros se pelean con otros rockeros por dinero, o por protagonismo o por chicas, no por música. A veces, hay rockeros que dicen, de verdad, lo que piensan y por cometer sincericidio terminan exiliados en Uruguay.

La historia de los Redondos, es la historia de un malentendido. El público aún hoy piensa que por llegar al mismo diagnóstico –este mundo oscuro, mezquino, de corruptela y sin sentido-, coinciden en la misma terapia. Gran error. Y graves consecuencias.

Rockeros como Neil Young o Bob Dylan, que hicieron del rock, un camino de conciencia. Que no negociaron ni les importó hacer dinero, son pocos y son, como corresponde, héroes. Se cuentan con los dedos de las manos. Dios quiera que haya más de ellos. Mientras tanto, que nos cuide la gente que tiene que cuidarnos.