Se le puede escapar a alguien una palabrota. Un empujón. Alguien pudo tener un mal día y decir algo que, más tarde, pensado a conciencia, se arrepienta. Pero en tiempos de guerra tecnológica, con drones que disparan sobre objetivos milimétricos, con material bélico que detecta movimientos nocturnos, e imágenes satelitales capaces de mapear al detalle la posición del enemigo, en tiempos así, que existan matanzas de civiles resultados de operativos fallidos, es más que una tragedia: es un insulto. Esta gente nos toma el pelo.
Esta semana fue noticia discreta en los medios: la coalición internacional liderada por Estados Unidos, atacó un barrio en Mosul, Irak, donde murieron más de 200 civiles. El barrio se llama, se llamaba Al Yadida. La noticia, decíamos, fue discreta pues los medios se ocuparon en poner el foco el retroceso histórico del Isis, que, en apariencia, quema sus últimos cartuchos utilizando kamikazes solitarios. Lo que pocos aún informan, y menos aún quieren ver, es el reguero de muertes en el camino, agujeros negros en familias, en barrios, naciones enteras diezmadas por la epidemia de la violencia, que queda tan bien en las películas, y resulta tan mal en la vida real.
Tras destruir Siria y dejar un tendal de más de medio millón de muertos –como si arrasaran con el barrio de Palermo, Belgrano y Caballito y todo lo que hay en ellos-, la coalición internacional que, en apariencia, lucha por la paz mundial, sigue cometiendo “deslices” que generan odio, resentimiento, impotencia. El caldo de cultivo para que surjan nuevos Isis recargados. Quieren terminar con el odio avivando más odio. Buscan apagar el incendio, regándolo de combustible.
Como podrá ver, lo mío no es el análisis político internacional. Es, en el mejor de los casos, uso del sentido común.