En la ciudad se sintió un poco la invasión de mosquitos, pero acá, en el pueblo, rodeado de verde, se sintió potenciada. Normalmente para esta época, los pocos mosquitos que quedan mueren de frío y no tienen ni energía para picar. Lo suyo se limita a un revoleteo esforzado y vano que no alcanza para mantenerlo vivo ni un día. Pero esta camada, resistente al frío –tal como explicaron expertos mosquiteros en los medios- viven, tranquilos y todo lo feliz que puede ser un mosquito, hasta en Santa Cruz. Tienen aguante. “No atacan de noche”, agregaron los sabihondos de insectos.

Los expertos creían que en pocos días no habría más mosquitos, pero las lluvias de la última semana les dieron un tiempo extra de vida. Así que acá estamos, a mediados de mayo, embadurnados en Off, parapetados dentro de las casas, atravesando el verde a las corridas, como quien corre en la línea de fuego del enemigo.

Lo peor de los mosquitos, lo que más jode, no es la picadura en sí, aunque eso molesta y es un plomo. Lo que más exaspera es el suspenso de la picadura, ese zumbido espantoso y alarmante que convierte el rito de ser picado en una sala de espera en el pasillo de la muerte. Eso es intolerable.

En casa, por fines estéticos, tengo prohibido matar mosquitos. En verdad, tengo prohibido aplastar mosquitos contra la pared porque claro, el mosquito es un problema que, a lo sumo durará, un par de semanas. Pero un cadáver de mosquito en la pared, puede durar eternamente durante generaciones, un testimonio de un crimen que te perseguirá por años. Y si llevan sangre adentro, aún peor. Mis hijos me han preguntado por una mancha de mosquito de un año de antigüedad.

Esa clase de crimen, grabado en la pared, no prescribe.

Con estas restricciones, y a espaldas de mi señora, sigo aplastando mosquitos pero desarrollé una técnica nueva: mi manotazo no apunta a reventar su pequeño cuerpo mosquitero contra la pared. Lo mío, y este es el gran hallazgo del método, es un aturdimiento. Lo más parecido para ellos, a un sopapo. El mosquito, sopapeado así, en lugar de morir explotado en la pared, sus órganos regando la pintura nueva, cae al piso, confundido. Seguido a este golpe inesperado, el mosquito queda unos segundos inmóvil, preguntándose qué clase de objeto acabó de voltearlo. Esos segundos de inconsciencia, son fundamentales para erguir nuestro pulgar, e imprimirlo en el cuerpo confundido y atontado del mosquito, contra el piso. La técnica, para que surta efecto, debe ser exacta: ni muy fuerte para estropear la pared con sus restos, ni muy blando para que el mosquito salga volando.

Con el tiempo, la invasión, y la cantidad de mosquitos en metro cuadrado de casa, mejoré mi performance, logrando un buen número de mosquitos ultimados en el suelo. A veces, mi esposa me mira aterrada, mientras me trepo al sillón. Pero la tranquilizo: “No quedan rastros, fijate” y muestro el cuerpo caído y aturdido del mosquito en el suelo mientras corro –y esta es la mejor parte- a aplastarlo con el pulgar lentamente como quien presiona un botón infernal.

Creo, sin pecar de orgulloso, que estoy en el pico de mi carrera criminal. Anoche, sin ir más lejos, había tres en la pared, y en una sucesión de manotazos con ambas manos –tenga en cuenta que mi expertirse es con la derecha, la izquierda tiene currículum criminal corto-, hice que cayeran, inconscientes, los tres. Ninguno voló. Ninguno quedó aplastado en el blanco de mi pared. Mientras daba palmadas sucesivas en una coreo milimétrica y veloz, y los mosquitos caían en un vuelo agónico y espiralado al abismo de la pieza, me sentí de pronto, héroe en una de tiros de Tarantino. Lleno de adrenalina y valor viril.

Ahora, cuando lleguen las primeras heladas y los mosquitos desparezcan deberé urgente, encontrar un nuevo hobbie. Mi vida, por lo visto, se va a poner un poco aburrida.