Por si alguien aún no se dio cuenta, falta una semana para septiembre, y este año, del frío ni noticias. Apenas dos días de helada matinal y frío en las manos. Dos días de campera y saquito. Pero, por lo demás, el invierno no existió.

Yo lo noto en el jardín de casa: las plantas están confundidas, los duraznos ya empezaron a dar flor, la gramilla ya se puso verde e imagino que ya le han pasado el dato a las golondrinas de que podían volver. Curioso, ¿no?

Esto del calentamiento global no sólo se lleva piezas cada vez más grandes de la Antártida y Groenlandia, cual torta mordisqueada, además, nos está quitando de cuajo el invierno y toda su blancura.

En lo personal, detesto el invierno porque obliga a estar bajo techo, a resguardo, siempre con el culo en la estufa. En cambio, la primavera es tiempo libre, independiente, exterior y aventurera. Sin embargo, ahora que este invierno –por ponerle una palabra a esto que pasó- ya termina, me queda la sensación de que el año ha quedado incompleto. La naturaleza no hace, como es debido, su proceso de introspección, las raíces no toman fuerza, y el mundo gira así cada vez más fuera de su eje.

Por todo eso, y palpitando lo inminente de la catástrofe de un mundo sin frío, es que reclamamos, desde este humilde espacio, devuélvannos el invierno. Es la sal de la vida. No nos conformamos con este invierno trucho, el equivalente a que alguien te diga que el Sugus de frambuesa es lo mismo que una frambuesa.

Queremos estaciones posta, con cuerpo y picos de calor, y grados bajo cero. Queremos inviernos de búfanda y vapor por la boca, como cuando éramos niños: esos sí que eran inviernos. No este invierno comprado en tienda de La Salada que no sirve ni siquiera para resfrío.