De todas las modas tontas –que de por sí ìntrínsecamente toda moda es tonta- la más demencial, sin dudas, es el tattoo. Y esta costumbre que debió permanecer sólo reservada al rubro de los piratas y, si se lo permite, a algunos tumberos, creció, se expandió y se multiplicó hasta límites insospechados. Y, dígamoslo ya, preocupantes.

Hasta hace unos años atrás, podía tolerarse y hasta sentir piedad por el amigo que venía con una guarda tatuada en un bíceps junto a su explicación: “Me hice un tribal”. Y lentamente, mientras el tattoo en piel crecía, también iba perdiendo su significado.

El varón argentino se tatuó a Boquita, a su vieja, la firma del Diego, y arremetió con frases en el cuerpo que, creyó él, eran muy ocurrentes tomando el resguardo de traducirlas a idiomas remotos para que sonaran misteriosas y lejanas sin dejar de ser sonoramente pelotudas –escuché muchas historias de tattoos con errores ortográficos y de traductores que dieron vuelta las frases para que los tatuados llevaran cualquier cosa, convencidos de que su frase era lo más-.

En los últimos años, al tatuadismo en sangre se sumaron las mujeres que, antes tenían la delicadeza de tatuarse delfines minúsculos o Mickey Mouse siempre pequeños y modestos y, creían ellas, coquetos. Pero ahora, vaya a saberse si disparados por Lady Gaga, se han volcado al tatuaje a gran escala, desparramado e inaudito. En la ciudad, así como no existe muro sin pintada, no hay brazo femenino sin tatuar. Le meten ahí de todo: flores, guardas, pistolas, espinas, caripelas. Normalmente, son chicas de menos de 40, a quienes los brazos aún le tiran firmes y esto hace que la flor se luzca en todo su esplendor, la pistola fulgure con sus balas de platas y las espinas parezcan lo suficientemente espinosas. Pero al cabo de los años, pasados los 50 diremos, excepto que sean Cahty Fullop las cosas se ponen un poco blandas. Y la piel, que antes era un papel tirante y fiel, ahora empieza a parece más de la gama del papel de filtro y el higiénico, sin ánimos de ofender a nadie. Las caripelas se estremecen un poco, las espinas no pinchas y las rosas se fruncen como ante la llegada de la primera helada.

Yo entiendo que la gente que se mete a tatuarse busca algo que dure para siempre y busca sentirse único y especial mientras se agolpa en la línea D en hora pico, pero el precio, tarde o temprano, que se paga por ello es demasiado alto. Y sumarle a las arrugas el paisaje desolador de una pistola oxidada y un jardín de rosas transformado en yuyos y baldìo, es mucho pedir.

Dejemos la piel al desnudo que es tan bella. Y si quieren tattoo, cómprense un Bazooka que, además, vienen con horóscopo.