¿Por qué será que en las ficciones más populares y taquilleras, siempre los delincuentes son unos vivos bárbaros, pintones, de gustos refinados, y con vuelo filosófico? ¿Por qué los ladrones se quedan con las mejores chicas, son altruistas, heroicos y aspiracionales? ¿Por qué, en cambio, los polis tienen existencias grises, sombría, mediocre, son panzones y llevan muchos años casados con alguien que le es infiel o a quien, desde hace tiempo, ya no aman?

El boom internacional de “La casa de papel”, ladrones cool con códigos y pose humanitaria, es el último eslabón de una cadena que se remonta a Robin Hood allá, y en Bairoletto por acá.

Por algún asunto intrínseco a toda trama, siempre el que huye parece más atractivo que quien persigue. En algún lugar del inconsciente colectivo, creemos que aquel que rompe los códigos, vaya a saber, tal vez traiga un código nuevo y mejor.

Si todo quedara en el terreno de la ficción, el asunto se limitaría simplemente a ser una tontería del mundo del espectáculo. Pero la realidad, si bien muchas veces supera a la ficción, a veces, se ocupa de imitarla. Y ahí tiene a un sinfín de dementes que juzgan que un robo mano a mano es una cretinada, pero un asalto a un banco o, mejor aún a la casa de la moneda, es una hazaña digna de imitar.

En un mundo fogoneado desde la tele y el cine donde el chorro es listo, y el poli un tonto, donde el asesino serial cita a Shakespeare y el comisario no sabe si Borges es escritor o defensor de Atlético de Tucumán, en un mundo así, estamos perdidos. Es una tendencia aplastante y contagiosa, con mucho trabajo a cuestas para que revierta, el pobre, único e irrepetible Sherlock Holmes.