Conocì a Mirtha Legrand, quien acaba de cumplir 50 años de programa, en su estudio y, como era el rito de entonces, fui presentado por su productor de entonces Carlos Rottemberg. No era el mejor momento de popularidad, pero Mirtha pasaba por su época más afilada. Preguntas venenosas de Doña Rosa de cables pelados. Más que decir que Rottemberg me la presentó, debería decir que simplemente Rottemberg me dijo fuera de cámara: “Cuando termina el programa te acercás, le decís quién sos y rezá para que le caigas bien y te dé una nota”. Tuve suerte. Mirtha leía revista Noticias, donde yo trabajaba, y aceptó en ese mismo momento conversar. Pues la costumbre era, una vez despedidos los comensales sentarse a beber un té siempre el mismo, en una taza, siempre la misma. La taza, que usaba desde su programa número uno, tenía dos escenas de un carro tirado a caballos. En la primera el carro se despedía en su partida. En la segunda, llegaba a destino. En aquella nota, además de que Mirtha destrozó a figuras de la política, y ponderó y criticó a sus pares del espectáculo, comparé aquel carruaje con su propia partida del pueblo natal y su posterior llegada a la ciudad. “Tu nota le gustó a la señora”, me dijo Rottemberg, así que, semanas más tarde, volvimos a hacerle otra entrevista. “La señora quiere que la visites en su casa”.

Mirtha vivía –vive imagino- en un departamento coqueto de avenida Libertador. Tenía un gran balcón y un gran ventanal al que le habían levantado un muro. “Daniel lo hizo para que no nos espiaran los vecinos”, comentó ella. Y pasó su receta para le eterna juventud: mucho crucigrama, bridge con amigas y actitud positiva. Aquella nota fue hace más de 15 años y Mirtha insistía –otra vez- en que ese sería su último ciclo de almuerzos. “Ya estoy cansada”, dijo. “Ahora quiero que se luzcan mis nietos. Y quiero disfrutar la familia”.

En la revista, de a poco, quedé como el periodista que tenía contacto con la señora. Llegó a tal grado de fluidez el trato que hasta me permití, tras una charla telefónica, pasar su testimonio por escrito y firmar varias de sus columnas. Había encontrado, por así decirlo, el tono Mirtha. No duré mucho. En uno de aquellos textos, al editor se le ocurrió llevar la nota en tapa y titularlo: “Almorzando con Mirtha Letal”. Como les decía, eran los años más picantes de Mirtha y el título, si bien podíamos discutir cierto tono provocador, no era inexacto. Aún así, todavía recuerdo el domingo en el cual, Mirtha y yo, tuvimos nuestra última charla. Charla fue un decir porque fue más bien un monólogo. Llamó a mi celular –raro, porque siempre la llamaba yo-. “Señor Cicco, le habla Mirtha Legrand. Su nota me pareció una porquería y una falta de respeto. Estoy muy ofendida. Lo llamo para decirle que no cuente nunca más conmigo”. Click. Y así terminó nuestra tibia amistad periodística. Nunca más la contacté por nada. Cada tanto, como ahora que se cumple medio siglo en el aire, recuerdo su piso de Libertador, sus mesas llenas de pastilleros, porcelana y estatuillas, las fotos fantasmales de Daniel Tinayre, la presencia de la mucama y el chofer, en algún ambiente alejado. Un lugar con mucho brillo y poco calor de hogar. Cada tanto, les decía, recuerdo su departamento y pienso si será tiempo de volver a llamarla. Si la señora me recordará. Y si, en fin, después de tanto tiempo me dará una segunda oportunidad.