(Columna publicada en Diario La Nación) El gobierno pasó de la etapa zen y el "dejar fluir la conversación" al contraataque directo. Apuntó a los "detractores", a quienes considera, casi sin excepción, "ventajeros políticos" y no "adversarios leales". Inició la movida el propio Mauricio Macri , al sacudir a los dirigentes sindicales "perpetuos", a quienes les recomendó "soltar" la manija del poder y alentar convenios más creativos para que las pequeñas y medianas empresas puedan tomar nuevos empleados, disminuyendo, parcialmente, la carga laboral.

Macri sabe dónde pega. Los sindicalistas eternos, ricos y desprestigiados son los dirigentes con peor imagen de toda la Argentina. Casi empatados con los niveles de rechazo que ostentan Cristina Fernández, Aníbal Fernández, Amado Boudou y Luis D'Elía. El Presidente está seguro, además, de que las pymes tomarían nuevos empleados con el paraguas de un convenio con cargas laborales que cuesten tres veces menos que el salario del bolsillo del nuevo trabajador. No hay que confundir esta iniciativa con precarización o flexibilización, aclara Macri. Hay que incluirla en el contexto de un impulso transitorio para generar más puestos de trabajo en el sector privado, agrega.

¿Por qué el jefe del Estado habló así? Porque no le gusta que los mismos gremialistas que le dicen en privado a Jorge Triaca que lo apoyan se suban a la tribuna y lo empiecen a acusar de ser el responsable del ajuste y el hambre. "Jorgito, si se enojan demasiado deciles que no es nada personal. Sólo un poco de su propia medicina", le sugirió el Presidente al jefe de la cartera laboral.

La otra fuerte reacción la tuvo el jefe de Gabinete, Marcos Peña. Explicó a los argentinos que el ex ministro Roberto Lavagna estaba pidiendo una gran devaluación, un enorme ajuste, o las dos cosas juntas, y que encima estaba dando vueltas para blanquearlo. Macri; Peña; el ministro de Hacienda, Alfonso Prat Gay, e incluso el presidente del Banco Central, Adolfo Sturzenegger, piensan, con algunos matices, más o menos lo mismo. Que impulsar un superajuste o una megadevaluación hubiera desembocado en una crisis como la que terminó con la presidencia de Dilma Rousseff. Que el endeudamiento no es una solución perfecta, pero tomar crédito en forma responsable permitirá pagar la explosiva herencia que dejó la anterior administración y financiar, en parte, el déficit fiscal, hasta que empiece a crecer la economía.

Sturzenegger tomó la misma línea que Macri y Peña al enrostrar a los dirigentes de la Unión Industrial Argentina que jugaron en contra del plan antiinflacionario. Y la gobernadora María Eugenia Vidal pidió por segunda vez a los dueños y ejecutivos de las grandes empresas que, en vez de elogiar su desempeño político, empiecen a invertir en el país. A muchos hombres del Presidente les gustaría debatir en el recinto el proyecto de ley de emergencia económica, para poner sobre el tapate dos asuntos: el delirio que implica la pretensión de generar un millón de puestos de trabajo por ley y el recordatorio de lo esquizofrénico que parece el planteo viniendo de parte de quienes se pasaron una década manipulando y negando los índices de inflación y pobreza.

Quizás el talón de Aquiles del oficialismo hoy sea el proyecto de modificación del mínimo no imponible de Ganancias. Macri prometió en campaña que se iba a eliminar porque se trataba de un impuesto distorsivo. Y ahora Sergio Massa, el líder del Frente Renovador, lo vuelve a correr por izquierda poniendo a la administración en el lugar de "gobierno para los ricos". Sus propuestas no son inocentes. La suba del impuesto al juego, la creación de un nuevo impuesto a la renta financiera y el aumento del canon y de la carga impositiva a la industria minera, en medio de este escenario recesivo, es música para los oídos de casi todos los votantes. Si los voceros económicos y políticos del Gobierno lo consideran pura demagogia deberían salir a explicar por qué.

Para una transformación cultural como la que pretende lograr Macri, los costos políticos a pagar serán necesariamente altos. Si quieren llevar esa transformación hasta el final, tienen que dejar de cometer errores no forzados. Como creer que para no parecerse a lo peor del kirchnerismo había que renunciar al manejo de la agenda pública o no pelearse con nadie. Cualquier gobierno con vocación de cambiar las cosas tiene enemigos poderosos. Los más inteligentes los detectan, los enfrentan y exponen sus peores miserias a la luz. Esto es lo que intentó hacer Macri esta semana, aunque tarde y a los ponchazos.