(Columna publicada en Diario El Cronista Comercial) Era imposible jugar la final de la Copa Libertadores de América con público visitante? No. De hecho la ciudad de Buenos Aires será sede del G20 y el nivel seguridad e inteligencia previa que se necesitan para asegurar su normal desarrollo es por lo menos veinte veces el que se precisa para garantizar la seguridad un superclásico en el Monumental o en la Bombonera. ¿Podría haberse logrado con la colaboración de las autoridades de River Plate y de Boca Junior? Si. ¿Hubiese conllevado algún riesgo hacerlo después de tantos años en que los equipos de primera división dejaran de jugar con público visitante por decisión de la ministra Nilda Garré debido a los niveles de violencia que generaba? También.

El problema es que el Presidente Mauricio Macri se levantó el viernes muy temprano a la mañana, con la idea de hacerlo y, sin consultar, lo presentó casi como un hecho consumado. A partir de ese momento se chocó con la cruda realidad. Desde el ministro de seguridad de la Ciudad, Martín Ocampo, quien, sin estar al tanto de los deseos de Macri, prácticamente dio la idea por descartada. Hasta la inmediata reacción negativa de Rodolfo DOnofrio, quien primero le mandó a decir a Macri, por un amigo común, que River no estaba en condiciones de garantizar la seguridad en el Monumental. Y después salió a explicar en público que este tipo de decisiones no se pueden tomar de la noche a la mañana.

La sorpresiva idea de Macri remitió, de inmediato, al discurso de un minuto 40 segundos en el que el Presidente salió a anunciar un seguro refuerzo del préstamo del Fondo Monetario y el mercado le respondió con una suba del dólar desmesurada. Ambas fueron iniciativas audaces. Y ambas tenían como objetivo obtener buenos efectos políticos y económicos. Pero las dos terminaron mal porque ambas ideas estuvieron mal expresadas, fuera de contexto, o fuera de timing, y ahora el Gobierno tiene que lidiar con las consecuencias negativas. Desde la crítica fácil de la oposición, quien le recrimina que se ocupe de la
economía en vez de los detalles del Superclásico y que no haga demagogia con la pasión del fútbol, hasta la más argumentada de quienes explican que esto se pudo hacer, pero con una anticipación y una coordinación que hoy no impera entre los organismos de seguridad y los clubes.

Macri y su gobierno todavía seguirán pagando en las próximas horas, los costos de la ocurrencia. Hoy los presidentes de River, DOnofrio y de Boca, Daniel Angelici, le responderán por carta, de manera cordial, que ni pueden ni quieren ni deben. La ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, cree, por ejemplo, que no habría ningún inconveniente en hacerlo, pero que tanto a DOnofrio, como Angelici, como al jefe de gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, les falta voluntad política para tomar decisiones como las que presentó el Presidente.

Hay, por supuesto, una lectura más política y mezquina que le que se analiza en los medios de manera pública. Si el deseo de Macri se hubiera cumplido, y el Superclásico se hubiese podido jugar de ida y de vuelta con público visitante, el único rédito electoral hubiese sido del jefe de Estado, y de nadie más. Y lo hubiera logrado con un gran esfuerzo extra de la seguridad de la Ciudad y los dos clubes de fútbol más grandes de la Argentina, cuando los intereses de sus presidentes no siempre están en línea con los del jefe de Estado.

DOnofrio, de hecho, cada vez está siendo más nombrado como uno de los dirigentes políticos, que junto a otras figuras reconocidas como Facundo Manes o Marcelo Tinelli, podrían ocupar un lugar preponderante en la ancha avenida del medio a que alguna vez se refirió Sergio Massa.

El jefe de Estado a veces cree que la Argentina es más parecida a ciudades como Coronel Baigorria o Trenque Lauquen, donde lo acaban de tratar casi como a Mick Jagger, que a la que palpita en el círculo rojo de la ciudad de Buenos Aires, donde cada decisión política es interpretada en clave electoral. Por encima de la anécdota, todos los argentinos nos deberíamos preguntar si de verdad queremos transitar hacia un país más o menos normal no nos vamos a detener en las pequeñeces y las mezquindades de la campaña electoral que, aunque de manera no oficial, ya comenzó hace rato. Un país normal, entre otras cosas, es el que no tiene barras bravas enquistadas, ni fuerzas de choque, ni bandas contratadas por los partidos políticos y el Estado, ni sindicalistas millonarios que manejan clubes de fútbol como si fueran de su propiedad.

Un país que posea un sistema sencillo como el que funcionó durante el Mundial de Rusia, donde los barras brava con antecedentes no podían ingresar a los estadios y eran regresados a sus países de origen ni bien los datos saltaran en el sistema. Luego, los muertos a evitar antes durante y después de los partidos tendrán más que ver con nuestra cultura violenta e ignorante, por la que confundimos un partido de fútbol con la guerra misma. Pero esa no es responsabilidad del Presidente, de los titulares de River y de Boca, de los organismos de seguridad, sino de todos ellos, y del periodismo deportivo y de cada uno de nosotros también.