Lunes. Hace 25 años se desarmaba la Unión Soviética. Entre el 19 y el 22 de agosto hubo un intento de golpe de Estado. Según Wikipedia, un grupo de funcionarios depusieron al presidente Mijaíl Gorbachov e intentaron tomar el control del país. Los líderes del golpe eran la llamada “línea dura” del Partido Comunista de la Unión Soviética que pensaban que el programa de reformas de Gorbachov se había excedido. Durante el primer día, la televisión solamente emitió el ballet El lago de los cisnes pero ya desde mucho antes los moscovitas lo asociaban con problemas políticos. Stalin prefería a Tchaikosky, Malecivh y los suprematistas y las vanguardias de los años 20 le planteaban demasiadas preguntas. Si aparecían los tutús en la tele, entonces, era porque en la calle los rusos no se ponían de acuerdo. ¿Y todo eso por qué? Porque como quería Gil Scott Heron, la revolución no será televisada.

Martes. César Aira es uno de los escritores vivos más importantes de la Argentina. Bob Chow también. Y al compararlos se comprende que Bob Chow es mejor. ¿Por qué? Porque Aira es demasiado infantil. Juega a eso. Pero como Hamlet de tanto hacerse el loco llega un punto en que no sabe si está loco o no. Luego, donde Aira se repite, Chow abre camino. Donde Aira falla, Chow se contiene. Donde Aira narra seres extraterrestres, Chow los frecuenta. Donde Aira se traba, Chow avanza con sutiles golpes de elipsis. Donde Aira es irónico, Chow se ríe con la risa de Baco. Aira toma como referente explícito a Marcel Duchamps, un artista de vanguardia que actúo y sorprendió hace cien años, pero cuyos procedimientos hoy resultan canónicos, predecibles, deslucidos y hasta ingenuos. Aira también toma a Raymond Roussel. Ahí hay un contacto con Chow. Chow puede dejarse influenciar por Roussel, nivel icónico, a nivel de paisajes, pero lo que toma lo pasa por una máquina de drogas, amistad, humillación y poesía a la que Aira solo pudo aspirar con sus primeras novelas como Ema, la cautiva o La luz argentina. Podría decirse que César Aira es un escritor consagrado, traducido a todas las lenguas, con una obra ya formada y desde hace un tiempo condenado a usar siempre los mismo trucos remanidos. Podríamos decir que es un escritor en el crepúsculo de su experiencia estética. Mientras Bob Chow está comenzando a hacer pública su escritura. Ese es justamente mi punto. En eso, Chow es mejor que Aira, incluso es más Aira que Aira mismo. Por otra parte, las mujeres que narra Bob Chow son mucho más excitantes, vívidas y sensuales, por supuesto, de las que Aira puede llegar a imaginar. El deseo por las mujeres, su presencia y su ausencia, es el motor de la escritura de Bob Chow. Y eso lo hace superior a Aira, cuyo motor es la ironización de la tradición literaria y los juegos de mesa de la vida intelectual. Finalmente César Aira siempre se pensó como un joven vanguardista y ahora es un viejo que sigue diciendo lo mismo, que sigue exprimiendo su innegable talento, un viejo que sigue jugando al joven. Mientras Bob Chow no es ni joven ni viejo, y tiene, en muchos sentidos, más de mil años.

Miércoles. Titular: “TV Pública: encontraron un okupa viviendo en un camarín desde hace meses.” La bajada aclara: “Es un empleado del canal.” Parece que se divorció y se quedó a vivir ahí. ¿Raro? Bueno, ¿a quién no le gustaría vivir en un canal de televisión?

Jueves. Veo fotos de los lugares donde guardaban los submarinos nucleares soviéticos. Túneles vacíos, estructuras de hormigón, cuevas de humedad.

Jueves, más tarde. Leo un titular. “En Córdoba, tiraron a una psiquiatra al vacío desde un tercer piso.” Era una mujer. No se sabe si el que la tiró era una paciente, es posible, o un ladrón, también es posible. O ambas cosas. ¿Reacción general en las redes? Suspicacias y risas contenidas. Diagnóstico: La gran final la jugás siempre contra la picaresca. Y siempre perdés. (Al doctor Zurita le desagrada la noticia y los comentarios jocosos. Lo entiendo.)

Viernes. Hace mucho, Ernesto Epstein me dio un consejo: “Escuche a Haydn.” Eso ya vale una cursada anual. El viejo llegaba con unos papeles amarillos, fotocopias de la década del 80, y decía: “Yo me salvé de los nazis, ¿ustedes?” En el aula vacía de Puán paraba la clase, miraba mi nombre en una lista: “Usted, Terranova, con ese apellido, ¿qué hace en este país de gitanos?” Escribió una fantasía erudita donde Mozart en vez de morir apestado se iba a los Estados Unidos y estrenaba óperas en San Francisco. Epstein murió en 1997, hace ya casi veinte años. Clarín publicó una necrológica al paso: “Ernesto Epstein nació en octubre de 1910 en Buenos Aires, pero a los tres años se radicó con su familia en Francia y unos años después en Alemania, donde se graduó como doctor en Musicología en la Universidad Humboldt, de Berlín. En 1939 se estableció definitivamente en Buenos Aires. Nunca perdió su acento alemán y tampoco hizo nada por perderlo. Se sentía orgulloso de pertenecer a esa generación de músicos alemanes y austríacos que emigraron a la Argentina en la época del nazismo; entre ellos Erwin Leuchter, Theodoro Fuchs, Guillermo Graetzer y Ljerko Spiller, con quienes Epstein fundó el Collegium Musicum en 1946.”