Lunes. Matías Raia me contacta por Twitter. Luego hablamos por teléfono. Quiere escanear una vieja revista que hacíamos en la universidad. Es una especie de arqueólogo literario que recupera publicaciones y autores perdidos o poco leídos. Lo hace con criterio, así que acepto, un poco asombrado. Cuando corto la comunicación, comprendo que repito o mejor dicho evoco una escena. La recuerdo con nitidez. Estamos en un bar cerca de Sociales y aparece Horacio González. Se sienta en la mesa porque hay becarios de sus materias o algo así. Yo, en silencio. González habla con seriedad, tranquilo. Comenta algunas cuestiones de la política académica. Dice que se va pero no se levanta. Habla de la biblioteca, del sindicato de estatales. Pide un café. Cuando me toca -no hay turnos pero hay orden- le pregunto sobre Unidos, la revista que hacían con el Chacho Álvarez y la renovación peronista en los 80. Le digo que era muy buena. Me agradece. Le digo que hay que rescatar algunos artículos. Duda, con falsa humildad pero le creo que no le despierta mucho interés. Y lo entiendo. Más tarde, Raia me pasa un pdf con Invitación a la masacre de Marcelo Fox. El primer párrafo es demoledor. Comienzo a hacer planes para plagiar a Fox.

Martes. Del ridículo no se vuelve, dijo el general. Pero, ¿existe acaso otro lugar a dónde ir?

Miércoles. Un titular Crónica: “Escribió su nombre en espalda de la novia con un cutter.” El copete dice: “Una mujer de 30 años fue hallada desvanecida y con heridas cortantes por uno de sus hijos en una calle de la ciudad de Santo Tomé, Santa Fe. El agresor, pareja de la víctima, fue detenido un día después del hecho.” Escribir tu nombre sobre el cuerpo del otro: no siempre la escritura queda del lado de la civilización. Y no creo que haya que llegar al crimen y la ferocidad para entenderlo, aunque esta literalidad sorprende.

Jueves. Leo a Borges, a Lovecraft, a Dick.

Jueves, más tarde. Martín Borches me llevó al taller la novela de Bioy De un mundo a otro. Es breve y austera pero también elástica. La trama, muy simple. Un hombre, celoso de su novia pispireta, la ve salir del cine con otro y decide acompañarla en un viaje intergaláctico a otro planeta donde la pierde y encuentra una civilización de hombres-pájaro. Es la primera vez en mi vida que no sé qué pensar de un libro. ¿Me gusta, no me gusta? Bioy se hace el tonto todo el tiempo, pero la novela de capítulos consistentes avanza y uno no puede dejar de leer. Cuando llega al final casi no se dio cuenta de lo que leyó. Me fijé y se publicó en 1996. Parece una novela de César Aira, aunque mejor, más concisa, menos pretenciosa. Da la sensación que Bioy leyó alguna de las novelas de los 90 de Aira y dijo “¿Esto? Lo escribo en dos tardes.” Incluso tiene esos finales abruptos, donde se nota que Aira ya se aburrió y quiere terminar, sacarse de encima esa historia y empezar otra.

Viernes. Me gustaría usar menos palabras.

Viernes, más tarde. Compro y empiezo a leer el Diario de la estafeta de Alberto Acuña. Es el diario que Acuña, un civil de dieciocho años, llevó cuando invernó en las Islas Orcadas. Acuña fue el primer argentino en izar la bandera argentina en la Antártida. En el diario anota: “A las 8 ½ a.m. el Scotia levantó bandera, nosotros izamos la argentina a tope y seguida la escocesa, a las 11 am se quita ésta quedando solo la argentina.”