Lunes. Internet nos mostró que el mundo es un lugar horrible, lleno de gente insatisfecha. Insatisfecha con su cuerpo, con su trabajo, con su familia, con su pareja, con su mente, con sus fantasías. Internet nos mostró todo eso y nos dijo que toda esa gente podía hablar y podía expresarse y agredirse y agredirnos. Internet nos mostró lo que ya sabíamos que existía y que siempre existió: la cruel verdad de que el hombre está enfrentado a sí mismo. No a otros hombres. O no solo a otros hombres. Y que cuando se enfrenta a sí mismo pierde irremediablemente esa confrontación, lleno de ansiedad, de frustración, de celos, de envidia. Internet llega para liberalizar nuestras costumbres pero llega tarde cuando nuestras costumbres ya fueron sometidas a proyectos de una libertad sistemática, fraudulenta, obligatoria. Internet es así una máquina redundante, que satura todo. En ese sentido los androides son diferentes. No son humanos. Pero irónicamente nos vienen a demostrar que los humanos podemos ser mejores o que algo parecido a nosotros puede ser más humano que nosotros mismos.

Martes. Miguel Gaya publicó en Facebook un breve poema.

No escribiré más.
Aquello que escriba no será publicado.
Lo publicado no será leído.
Lo leído no será entendido.
Lo entendido será malentendido.
El malentendido lo escribiré.
Escribiré más.

Miércoles. La semana que viene me voy a Montevideo a leer una ponencia que se llama Escritores antárticos argentinos. Al principio cito el comienzo La risa en la oscuridad de Nabokov. Es un comienzo que, incluso en la deslucida traducción que aquí mejoro un poco, merece ser recordada: “Había una vez un hombre que se llamaba Albinus y vivía en Berlín, Alemania. Era rico, respetable, feliz. Pero un día abandonó a su esposa por una amante joven; amó, no fue amado, y su vida acabó en el desastre. Ésta es toda la historia, y en eso podríamos haberla dejado de no reportarnos provecho y placer relatarla; y aunque hay suficiente espacio en una lápida para poner, sintetizada y encuadernada en musgo, la glosa de la vida de un hombre, a todos nos gusta conocer los pormenores.”

Miércoles, más tarde. Gogui le hace una entrevista en México a César Aira. Le pregunta con amabilidad, con criterio, con verdadero entusiasmo de saber. Pero Aira no toma ningún pie, no devuelve nada. Dice que lee a Shakespeare, que vive en una torre de marfil. Cada vez se lo ve y se lo siente más vencido, más acabado, más muerto.

Jueves. Mavrakis se queja de los escritores que no escriben pero ocupan lugares en ferias y congresos. Pienso en que Oscar Wilde escribió poco y se dedicaba a ir por los salones tomando, charlando y seduciendo niños de la aristocracia. Hizo de ese ocio un aparato de lectura y placer. No creo en la compulsión a escribir. De hecho la padezco. Ahora bien tengo dos certezas. La primera, no soy Oscar Wilde. La segunda, nadie es Oscar Wilde hoy.

Jueves, más tarde. Te invitan a discutir una boludez. Aceptás. Discutís. Ganás. Perdés. Te sentís boludo. Lo sos. Decile no a discutir boludeces.

Viernes. La libertad ajena siempre lastima.

Sábado. En una pared militantes pro-animales pintaron perros y gatos con la leyenda: “Realice un acto de amor, ¡castre!” ¿Cuánto se puede leer ahí? Se trata también de una aporía del sentir humano. No se debería decir más. Pero a todos nos gusta conocer los pormenores.