Domingo. El sábado trabajo en la Noche de los Museos. Me aburro. Me acuesto tarde, cerca de las cinco de la mañana. Me levanto y decido viajar a Mar del plata, a ver unos amigos. Miro en Internet los horario y los pasajes. Elijo la una de la tarde. Ajusto los tiempos para pasar el mínimo tiempo posible en Retiro. Llegó media hora antes. Voy a la boletería. No hay pasajes para la una. Me quejo. Digo que en la web había lugares. Me dicen que la página no actualiza. Próximo bus, tres de la tarde. Otras empresas, misma situación. Miro a mi alrededor. El viejo y conocido purgatorio de Retiro. Esa agente, esas caras, esos pisos, esa iluminación. Pienso en una playa paradisíaca, pienso en una mujer, en el sol, en el mar, en el cielo. Podría ser peor, podría ser de noche, y quedarme sometido a la espera en la penumbra sucia de la terminal. Me resigno. Compro pasaje para las tres en Empresa Argentina. (Buscar en Borges la referencia a la “empresa argentina.”) ¿Qué vamos a hacer hasta las tres? preguntaría Godoy. (Creo que él y Falco y Lamberti tenían un sello de plaquetas de poesía en Córdoba que se llamaba ¿Qué vamos a hacer hasta las seis?) Bajo de las boleterías a la zona de los bares y los negocios. Retiro, purgatorio de las almas proletarias, de las esperas y las esperanzas. Elijo leer y escribir. ¿Qué más podría hacer? Si puedo leer y escribir ya no es tan malo. No puede ser tan malo… La terminal tiene un wifi centralizado que no anda mal. Y sin embargo, hay un pliegue que me hace tropezar. ¿Y si leer y escribir, justamente leer y escribir, formara parte de mi castigo, de mi purga? ¿Y si Retiro no fuese más que un momento de un continuo que me impide ser yo mismo, ser en el cuerpo, trabajar con los brazos, con las piernas, matar, amar, emborracharme, construir, guerrerar, conspirar, dirigir, traicionar, ganar, perder? En el bar que elijo la televisión sintoniza mal. Hay dos viejas almorzando. Comen con lentitud. Parecen monjas, pero no son monjas. Me instalo y leo. No me siento condenado. Tampoco necesariamente bendecido.

Martes. Mar del Plata parece fijada, como tantas otras cosas, personas y lugares de la Argentina, en algún momento del pasaje entre la década del 80 y del 90. Estamos en noviembre y el clima es otoñal. Quizás no sean Patagones ni Viedma ni Bahía Blanca la entrada de la Patagonia, sino Mar del Plata, la gótica. Robles me avisa que, al parecer, nuestro libro sobre Dick ya está impreso. Reck, el editor, elige hacer antes la publicidad en Facebook que contactarnos para darnos la noticia. Así que se entera Robles y luego yo. A esta altura, me parece bien. ¿Para qué mayores ceremonias? Ya no leo los diarios. No tiene sentido.

Martes, a la noche. Cena con Jorge Chiesa y Gastón Franchini, a quién le digo a veces Fraschini, y que ahora se hace llamar entre sus alumnos y discípulos “Infranich.” Pedimos cerveza roja. Chiesa intercede y hace traer de la cocina una pizza vegetariana. (No entiendo por qué pero no protesto.) Franchini me regala libros de su sello. Cada vez está más exigente y preciso como editor. Lo admiro. Chiesa sonríe como un comentario a sus intervenciones. Franchini cita a Kant. Sus comentarios apasionados me generan admiración. Me cuentan que Agustín Vispo se mató hace un mes y hubo un homenaje. Ya me habían hablado de él, de su participación en el taller de Boggio, de su participación en el taller de los miércoles, de su locura. Pero no llegué a conocerlo. Franchini le editó un libro que salió póstumo. Me lo regala. Lo leo con entusiasmo y curiosidad. Otro poeta suicida contemporáneo. Este, en Mar del Plata.

Miércoles. Vuelvo a Buenos Aires. Experimento alguna desazón que relaciono al mismo tiempo con mi vida adulta y un resto de infantilismo, de sentimentalismo adolescente. Ah, sí. Me rio de mí mismo. Pero en privado. Anoto que debo sondear mejor ese sentimiento, aunque me parece un poco ridículo, el sentimiento y el proyecto.

Jueves. Me levanto a las cuatro de la mañana, recorro la ciudad y a las seis vuelo a Neuquén invitado por la feria del libro de Centenario. (Borges lee el Ulises, y suspende esa lectura para viajar al Neuquén, palabra palindrómica y sonora que le hubiera gustado a Joyce.) Aterrizo a las ocho. Un viaje impecable. Me hospedo en un hotel de ruta que tiene una pileta redonda. El empleado de la municipalidad que me va a buscar al aeropuerto me cuenta de los duelos de payadas. “Son multitudinarios” me dice. Después me describe una tormenta de polvo con vientos de ciento cincuenta kilómetros por hora. El agua de la pileta es azul. Me hacen una entrevista para una radio que se llama Sayhueque. Más tarde, en ese mismo hotel de ruta, al lado del Neuquén, leo la poesía de Raúl Mansilla que habla de puentes y dice: “Tablones por donde trastabilló mi padre con su delantal blanco.” Y también: “El círculo que habías descubierto cuando viste al hombre colgado en las pinturas rupestres de esas cuevas donde dejaste tu vida.” Después repaso Ascensor al espacio, los poemas de Agustín Vispo: “Yo no puedo entender ni lo que hice ayer” escribió. Me encierro a leer y pienso en Coltrane que en París se encerraba en su habitación de hotel a tocar. Envidio a los conserjes que seguramente odiaban esa música, fabulosa, mágica, que sonaba todo el tiempo.

Jueves a la noche. Doy mi charla en la Casa de la Cultura de Centenario. Hablo de Internet, de Cervantes, del valor de los libros, de la Patagonia, de las comunidades de lectores. No digo genialidades. No podría. Pero soy ordenado y se me escucha. Agradezco esa escucha. La parte más original de mi ponencia es cuando cito a Sebastián Robles y a Daniel Gigena. Después, ya en el hotel, miro una foto que saqué en el aeropuerto. Una manga sola, recortada sobre el cielo azul de la mañana. Abajo a la izquierda, los pasajeros subiendo al avión por una escalera.

Viernes de mañana. En el centro del hotel hay dos piletas. No una, dos. Las dos son circulares. Hay una grande de agua templada, climatizada de forma artificial. Y una más pequeña, con el agua a temperatura ambiente. El clima está agradable. Pero el agua de la pileta pequeña es muy fría. Nado en la grande. Me sumerjo. Hay sol. Pero no me puedo relajar. Tengo demasiadas pantallas en la cabeza y demasiada información en las retinas. Cuando me seco pienso en un masoquismo del siglo XXI, un masoquismo digital, mediado, emocional. Un masoquismo de la angustia, no del cuerpo. Es demasiado. El cuerpo no libera. Que Dios se apiade de nosotros.