Sábado. Ayer volví a Buenos Aires. Hoy intento leer sin mucho éxito. El cansancio físico me lleva a la desconcentración. Me limito a repasar los libros que traje de Neuquén. La mayor parte poesía. Libros, plaquetas, folletos del Proyecto Puentes. Entre los libros tengo Ya no anula la luna de Lucas Castro, Hora blanca de Tomás Watkins, Informe de aves y otras cosas que vuelan de Rafael Urretabizkaya, y La ruta metafísica del héroe, una antología bastante completa de Raúl Mansilla que abre con el ya mítico poema Danzando un camaruco en Nicaragua. En un folleto leo un fragmento de Mansilla que me impresiona: “Sabemos que nunca podremos ir a nuestro cerebro, porque no hay años luz que surcar, porque ahí está todo, está el secreto de los viajes, excusas y excusas, ahí está el agujero negro de la vida que es como descongelar una heladera.”

Domingo. Sueño que escribo en una página un vocabulario de una lengua indígena. Como un diccionario. Apenas una página, como las que escribieron Rosas o Perón. “Qué útil” pienso. Y siento, en el sueño, que esa utilidad va a ser desafiada por los doctos y los académicos, que va a ser desmerecida. La página donde escribí en el sueño es amarilla, como si estuviera vieja. Después me despierto.

Lunes. Leo a Wellek. Y también repaso, después de años de la primera lectura, El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán, la tesis de doctorado de Walter Benjamin. Me llama la atención el uso reiterado, casi obsesivo que hace Benjamin de la palabra “gnoseología.” A la tarde en un local del sindicato, presentamos con Godoy, Vanoli, Robles y Mavrakis los libros que sacamos este año. Hizo calor y tomamos un poco de vodka con naranja. Fueron amigos y lectores. Hablamos de la amistad y la tecnología. En un momento pensé “nos leen, deberíamos estar a la altura de esa lectura, tratar de escribir bien, o al menos dedicarle tiempo.” ¿Tecnología? Cuando terminó la noche se me cayó el teléfono en la calle y se rompió. Quedé incomunicado. O parcialmente comunicado. Ya es muy difícil estar del todo incomunicado.

Martes. Después de los cuarenta escribir se parece mucho a una actividad física. Uno se cansa. ¿O se cansa la mente? ¿O se pierde el horizonte de sentido? (¿Para qué hacer esto?) ¿Y dónde quedan las armas y las letras? A esta edad se supone que uno ya puede ser coronel y mandar gente si eligió las armas. Mientras que en las letras, ese lugar vacío, uno recién está empezando. ¿Lugar vacío? Y sin embargo, hay párrafos y párrafos. Algunos de esos párrafos se leen llenos de ocio. Donde debería estar el esfuerzo de la lectura, hay un hueco de ascensor. (Un hueco, una heladera descongelada.)

Miércoles. Cuarenta y ocho horas después compro un teléfono igual al que tenía. Hay algunas ligeras variantes en el color y en el software. Pero es casi igual. Ese “casi” me sirve. Me saca de cierta modorra digital. ¿Hay que darle la bienvenida a la espina de las pequeñas diferencias? Otro sueño. Esta vez con Facebook. Pero no recuerdo nada, o casi nada.

Miércoles, más tarde. Me veo como el escritor que se esfuerza, que administra su talento, escondido por ahí, al costado de la historia, alejado de la trascendencia. Jünger decía el que “de refregarse las manos saca algo.” Agregaba que incluso ahí había talento. Debería buscar la cita exacta. Lo que encuentro es la frase de Mansilla. Está en el prólogo de su antología. La releo sin cansarme. Esa música rota del poeta del sur, ¿está en él o en mí, o en ambos?

Jueves. Leo el artículo “Antártida y su normalización toponímica” de María C. Morandi. La Antártida necesita lingüistas, queda claro. Pero, ¿quién de nosotros escribirá los nombres propios de la Antártida? Lo que necesita una “normalización” son mis lecturas. Noto que en la mirada de Benjamin, los románticos alemanes tienen muchos puntos de contacto con los formalistas rusos. Pero entiendo la modernidad como el gesto de ruptura, la irrupción diría Safranski, antes que el amor a los procesos formales. (Aunque los subrayados de Benjamin sobre la forma en Schlegel existen, están ahí, son innegables.)

Viernes. Estoy en Rosario para presentar mi libro. Viajé bien. Otra vez Retiro. Otra vez la ruta. El viaje vale por mi encuentro con Marco Apolo Benitez y Andrés Rolandelli. Después de la reunión con ellos, hago tiempo en un bar. El mismo bar argentino de siempre.