Lunes. Estaba con mis hijos, viendo la televisión, y se cortó la luz. Afuera, la calle quedó a oscuras sin un solo farol. Adentro, iluminamos con los teléfonos y otras pantallas que tenían batería y todavía duraban.

Martes. Hice una nueva visita a la casa de Rojas. El clima nublado, el silencio, la excelente refacción a la que se sometió a la casa, y sobre todo conocer un poco más al dueño, me hicieron ver cosas nuevas, por ejemplo, la reproducción de la Puerta del Sol en la entrada a la biblioteca. Más tarde en la web encontré una foto del mismo Rojas poniendo un ladrillo durante la construcción. A la noche terminé de leer El Farmer de Rivera. No lo había leído. Me pareció muy bueno.

Miércoles. El aburrimiento, mal moderno. Nunca se vio con tanta claridad, con tanta perfección, como en los poemas de Baudelaire y en las decrépitas redes sociales de nuestra actualidad. Baudelaire hubiese entendido en seguida la lógica del espanto de nuestra querida Internet. En Instagram, por ejemplo, cada cuerpo sonriendo esconde una calavera barroca. En Twitter, cada línea suma al rio de la imbecilidad humana. Qué celebración.

Jueves. Escucho las composiciones para piano de Wagner. Borges y Wagner. Hay afinidades. Las sagas nórdicas. Invención y variación. La mezcla. La relectura de los clásicos y los mitos. Pero son muchas más las cosas que los separan. La música, el romanticismo extremo, el lujo, incluso el romanticismo como un lujo, la ambición desmedida de Wagner, ese tipo de narcisismo, su grandilocuencia, la fobia de Borges, su analidad, su ceguera, su acotamiento, ese pudor, del cual Wagner carecía. Busco en Google si existe algún trabajo que los compare. No encuentro. Es un ejercicio que me gustaría hacer. Me podría llevar una vida. Pero como hace poco le dije a Robles, parafraseando a Baudelaire, hay proyecto cuya imaginación es más gozosa que su tediosa realización, una idea borgeana después de todo.

Más tarde. Camino por Belgrano con Mavrakis. Nos encontramos, le paso las pruebas de un libro que se va a publicar por ediciones Paco. Luego, caminamos y hablamos. ¿De qué? De su viaje a Londres, de mi viaje a Ecuador, de Buenos Aires, del barrio de Belgrano -que a él no le gusta, y a mí sí-, de Tigre. A Mavrakis lo sorprende el Tigre. Me lo dice mientras recorremos las galerías opacas de Cabildo. ¿Qué son esas galerías? Vemos locales que venden instrumentos musicales, remeras de rock, juguetes, tatuajes. Vemos un drone en una vidriera. Mavrakis señala que no es caro. “Pero es para tenerlo en una casa, no en un departamento.” Coincido, y agrego: “O en el Tigre.” Nos despedimos a metros del Museo Larreta, que fue alguna vez la casa de Enrique Larreta. Desde la puerta se ve la cafetería que funciona en su patio. En la siguiente cuadra, uno de los multiplex de Belgrano anuncia el estreno de Deadpool 2.

Más tarde, medianoche. Veo en Netflix El juego de Gerald, basada en una novela de Stephen King. Me gusta. Es suspenso en el mejor estilo clásico de King. Las actuaciones son muy buenas. Hay traumas infantiles, adultos indolentes, insatisfacción marital, eclipses, una situación puntual a resolver, sangre, miedo, y hasta un guiño irónico a Cujo. Ese guiño me interesa. Es como si alguien, King o el director de la película, dijera: “¿ven que puedo contar siempre la misma historia y atrapar su atención?” El secreto, como siempre en toda construcción clásica o clasista, está en las variaciones. El final, bien sobre el final, con dos escenas de redención es lo único que me parece que sobra, pero, desde ya, no enturbian nada la película en general.

Viernes. ¿Por qué escribimos? ¿Por qué leemos? Son explicaciones diferentes para actividades diferentes, pero en el fondo hay algo de inutilidad, de libertad, de ocio, de placer vano. ¿Por qué escribimos esos géneros que llamamos ficción? ¿Por qué redactamos sus interpretaciones de esos y otros textos? El resto de narcisismo que empuja esas actividades no termina de responder la pregunta. (¿Y cómo se lee y se leerá esto que finalmente escribo aquí?)