Lunes. En mi trabajo pusieron un aparato donde tenés que apoyar el dedo índice y de esa manera entrás a trabajar. Lo mismo a la salida. Es un aparato que lee las huellas digitales. Lo uso por primera vez y después busco algo en mi billetera. Encuentro un grupo de billetes que guardé después de comprar algunas provisiones en el supermercado. El dinero siempre parece sucio, salvo cuando es nuevo.

Martes. Leo a Paul Léautaud antes de acostarme. Diario personal. Hace frío. Duermo solo en el altillo. Mi ropa está tirada por el piso de madera. O en una valija abierta. La estufa me resulta indispensable. Necesito el verano, Paul. Escribo y leo muchos libros al mismo tiempo, muchos proyectos de lecturas y de escrituras. Me degrado y me fortalezco en esa dispersión.

Martes, hacia la medianoche. Vuelvo manejando desde Caballito a Belgrano otra vez. Hace frío. La ciudad parece muy oscura. Escucho Radio Clásica. La pongo esperando que no estén pasando música sinfónica y encuentro un amable cuarteto de cuerdas que el locutor presenta como Boccherini.

Miércoles. Soñé que una mujer me lamía los ojos como un animal.

Jueves. Compré Ricardo Rojas, nacionalismo, inmigración y democracia de Graciela Ferrás, con la idea de encontrar algo que salga del panegírico con Rojas. Es una tesis doctoral editada el año pasado. La hojeo un poco y entiendo que Rojas convoca el statu quo estilístico de cada época. ¿Cómo escribir sobre Rojas sin ser hijo de Rojas, sin ser académico, sin ser polvoriento, sin ser conicet? Releo la carta de Julio Cao a sus alumnos. En sus pocos elementos, hay mucho, quizás demasiado, para leer ahí. Releo Matrices el primer cuento del libro de Pat Cadigan. Me parece excelente y admonitorio.

Más tarde. Los días pasan y leo pero no sé qué leo, ni dónde leo. Mi lugar de lectura es la cama. Siempre lo fue. Incluso fue un lugar de estudio. La cama, en posición horizontal. Boccherini no es Haydn.

Viernes. Mi ejemplar de Archipiélago se llenó de anotaciones en la tapa.