La animación de Moana: un mar de aventuras es tan poderosa que sin mucho más que con el brillo y la expresividad de los ojos del personaje del título ya podrían generarse emociones de alto impacto. De hecho, esto parece ser reconocido por la película de inmediato. Cuando vemos a Moana pequeña, junto a otros bebés, ella es la única que tiene animación distintiva en los ojos. La que posee, digamos, alma. Y esto se mantiene durante todo el relato. El rostro de Moana, la elegida, tiene una expresividad fascinante. O que podría ser fascinante, si no quedara mayormente desperdiciado y a la deriva.

El mar que se ve animado en Moana encanta al sentido de la vista, y hasta logra replicar algo de la experiencia de ver en vivo esos colores que les han tocado en suerte a muchas islas en el Pacífico. Probablemente no hayamos visto, hasta Moana, agua tan bien animada, unas transparencias digitales azules, turquesas, celestes y verdes de semejante riqueza en términos de información visual digital. Pero Moana es muy poco más que eso. Y se nota, también, desde el comienzo. A los pocos minutos se percibe con mucha claridad el trabajo narrativo a reglamento, hecho bajo el resguardo de la fórmula. Un “by the book” que quizás dé seguridad y previsibilidad para la venta, pero que no provee de aplomo narrativo, de bríos, de gracia. Es como si al apegarse tanto a las fórmulas, al seguir tanto el manual de lo ya probado, el relato no pudiera ganar confianza. Moana no logra jamás acceder al orgullo, a la pasión de estar contando algo con convicción. Todo está armado con la frialdad de la fórmula, y sin reelaboración. La presentación de la aldea, la explicación a repetición del conflicto uno (no salgas al mundo), la explicación a repetición del conflicto dos (no quiero hacer el viaje con vos), las desganadas y adocenadas canciones puestas a desgano y a reglamento: todo parece surgir no del movimiento narrativo de la obligación, o porque así se hicieron otras películas animadas y han funcionado. Los conflictos se sienten forzados desde el principio, y cuando se los reutiliza en plan estiramiento se inflan de arbitrariedad. La tendencia a alargar las películas de lanzamiento global ya es plaga: los 107 minutos de Moana son injustificables, más allá de vender baldes más grandes de pochoclo.

Bajo el disfraz del destino, de las fuerzas míticas y atávicas, la acción mágica del mar como personaje ayudante es un mero tapabaches para la acción. Y el pollo subnormal como comic relief es tan básico, y su inclusión en el viaje es tan forzada, que refuerza la idea de esta película como pura maquinaria sin alma. Y, para mayor desgracia, el corto que dan antes de Moana es tan burdamente elemental, tan artero en sus ideas ramplonas, que parece incluso el producto de una empresa sin recursos para el desarrollo de guiones. Las pasiones melodramáticas y el alcance emocional de Frozen, sus novedades en las relaciones entre los personajes, la riqueza de los conflictos de sus protagonistas, la elaboración de las canciones y su integración en el relato parecen logros cada vez más difíciles de repetir en la animación de Disney y en la de Pixar, a juzgar por lo ofrecido en estos últimos tres años, los transcurridos desde la aparición fulgurante, culturalmente significativa, de la princesa de hielo.