Esta nueva La Bella y la Bestia es una catástrofe de proporciones gigantescas. No, claro que no en términos económicos, porque es un gran super recontra archi éxito global y ya hay noticias sobre eso; y antes había gacetillas sobre el video tal, y acerca de lo que Emma Watson hizo o no hizo, y se puso o no se puso. Pero ese es un problema de otro orden, de otro tipo de lamentos y lutos, o de festejos según el caso.

Esta versión 2017 de La Bella y la Bestia es uno de los puntos más bajos, más rastreros, del cine en lo que va del siglo. Y lo dice alguien para quien la versión animada de 1991 es magistral y que gusta mucho de la versión de 1946 de Jean Cocteau y hasta valora la versión francesa con Léa Seydoux de hace unos años.

Pero lo que hicieron Bill Condon, sus guionistas y demás es la negación de la fantasía, la magia y la aventura; es una apuesta de un nivel de cinismo comercial descarado para vender nostalgia, entre otras cosas. Narrativamente chirle y desdeñosa, algunos agregados de esta afrenta sobre la versión animada son que LeFou está explícitamente enamorado de Gastón (con un humor grueso, del estilo de la televisión de hace décadas), un flashback abominable -que transmite una desidia notable- sobre la muerte de la madre del protagonista, más otro, igualmente feo pero con diferente focalización, para la muerte de la madre de la protagonista. La historia ya contada, ya conocida, ya memorizada se hace ahora es “live action”... pero no. Porque una cosa es el factor de venta y otra la verdad. Hay mucho digital, por ejemplo ese candelabro desagradable y lustroso, pero supongamos que no había mucha más chance. Pero la Bestia… ¿para qué? Bueno, la “Bestia” acá es algo así como un adonis hipster digital que no se mueve con fluidez por el decorado y “camina” con dificultad, como a los saltitos, así como actuaba Ashton Kutcher cuando hizo (mal) de Steve Jobs. ¿Para qué quiero acción en vivo si van a meter ese digitalismo? Los lobos son otro problema, de una tosquedad que ofende el juego de magia sin fisuras al que se auto convocó Disney. En la versión animada, todo tiene el mismo nivel de credibilidad. Aquí se hacen notorios los diferentes niveles de realismo, que no cuajan. Las lecciones de André Bazin no fueron tenidas en cuenta: algo fuera del realismo general del relato tiñe todo de falsedad. Se pegotean niveles de realismo como si todo fuera lo mismo, como si no importara la totalidad, la cohesión. Tampoco la de la narrativa porque, claro, “la historia” ya la sabés, así que bancate estas dos horas y pico sin ritmo para participar de esta fiesta global de la que no podés quedarte afuera.

Por otro lado, el artificio del musical no debería entenderse como un vale todo. No hay consistencia alguna, tampoco en las actuaciones. Tenemos la más sobria de Emma Watson -casi apagada, en comparación con la mirada vivaz de la bella animada- frente a la payasada farolera de Josh Gad o el rostro desorientado, pasmado de Kevin Kline; hay que ser malvado para hacerlo actuar así a Kline, aunque tiene lógica que un intérprete como él no encuentre su lugar en un cachivache semejante. Cartón pintado diverso, diarreas digitales, la Bella que sube a una colina porque sí, para encajar una cita absurda al musical que obviamente ha servido de modelo a esta cosa: La novicia rebelde, ejemplo del mal en el cine, película que hizo a Pauline Kael escribir una de sus mejores y más encendidas críticas, al detectar que no importaba nada cualquier tipo de oposición a estas cosas diseñadas para apuntar a todo el público posible, teledirigidas de forma artera. Kael sabía que no había posibilidad de ganar nada, pero no había que abandonar la lucha. “El éxito de un film como La novicia rebelde torna aún más difícil tratar de hacer algo que valga la pena, algo pertinente para el mundo moderno, algo que tenga realmente inventiva o expresividad. Los bancos, los estudios, los productores querrán dar al público lo que éste aparentemente anhela.”

Los otros agregados de esta versión son esa fiesta colorinche del principio y la necedad -que no necesidad- de hacer la película con el diario de hoy -que para el cine siempre es de ayer o más viejo- y meter sojuzgamiento/empoderamiento de género a la bartola (como en un viejo programa de Sin condena, pero sin su “urgencia”). Además, esta B&B niega varias veces las mejores virtudes de la versión animada: su concisión, sus pocas escenas de transición, sus buenas elipsis que hacían más fuerte el relato; y, sobre todo, su atemporalidad, su construcción de personajes hechos para durar. En la versión animada justamente importaba lo fuera del mundo que estaban la Bella y la Bestia, su aristocracia fundamental, con poca relación con los problemas acuciantes de la realidad circundante. Este cuento de hadas (bah, su asedio) parece hecho para sumar notas al pie en papers de sociología.

Además, en aras de vaya a saber uno qué, se parte de que la Bestia era un ser banal, no simplemente altanero sino banal, un mequetrefe. ¿Para poder mostrar esa fiesta? ¿O para que el efecto digital de la hechicera se hiciera sobre colores pasteles? Eso es al principio. Por su parte el final, teatrero y afectado, da argumentos a los que detestan los musicales sin llegar a ellos, o al menos a los verdaderos. Si La La Land podía ser objetable como musical, esto es directamente un asalto al cine desde lo más melifluo y vacío del género, una operación de marketing planetario con marca conocida atrás. Está claro que otro reestreno de la animada no llevaría ni por asomo la cantidad de gente que llevará esta película a la que llaman nueva. Lo que vende no es la película de 1991 sino la idea de traer esa nostalgia envasada con flamantes brillos y lucecitas más la chica de Harry Potter. Sin embargo, habría que entender, y divulgar, que los clásicos -o las grandes películas de 1991- se renuevan con cada mirada. Películas como esta de Condon no son nuevas sino meramente recientes. Úsese y tírese.