Tuve la suerte de dirigir la edición número 20 del Bafici (y la número 18 y la número 19). Tuve la suerte de que vinieran varios invitados extraordinarios y se sintieran bien tratados (los más famosos y los menos famosos), y de tener un equipo maravilloso (y la primera afirmación de esta oración es en buena parte consecuencia de esto último). Y me di el gusto de denostar esos chistes de Twitter de “pava hirviendo dos horas miro por la ventana llueve: película Bafici”. De negarlo en diversas entrevistas y -creo- de negarlo en la programación.

Apenas anunciamos la programación el 20 de marzo en la Usina del arte comenzaron los comentarios, los chistes, los chascarrillos, los asombros, etc., sobre La flor de Mariano Llinás y sus 14 horas de duración. Finalmente, La flor resultó la ganadora de la competencia internacional; es decir, la ganadora principal de la edición, y además sus cuatro actrices también fueron premiadas. El asunto llegó a la tapa del Clarín del domingo final del festival y los comentarios se amplificaron aún más. Así que de la virtual extinción de los “chistes” sobre “películas Bafici” en Twitter se pasó a los chistes sobre la duración de La flor. Una variante de las ocurrencias acerca de  esta película que se proyectó en tres partes en tres días sucesivos fue el de “ah, eso se llama serie”. La idea de llamar serie a un relato audiovisual sólo porque dura muchas horas es por lo menos curiosa. Cuando daba clases de cine solía preguntar “¿cuánto dura una película?”. Algunos alumnos respondían que dos horas, otros que una hora y media. La pregunta, claro, no era acerca del promedio de duración de las películas -un promedio que obviamente cambia según la escala industrial, la época, el género y cualquier agrupación- sino por la duración de una película cualquiera. Y una película cualquiera dura lo que dura. Hay, claro, alguna reglamentación en los institutos de cine de muchos países sobre lo que se considera un cortometraje, un mediometraje y un largometraje, generalmente en cuanto a sus duraciones mínimas (y máximas en el caso de los cortos y medios). Pero una película dura lo que dura una película. Y cualquier persona que haya visto La flor bien sabe que la idea de serie no se le aplica en absoluto. Hay una idea clara de de cohesión, sus múltiples caminos son los del cine, y hay notoria ausencia de esos caprichos o causas que conforman el derrotero de las series en tantas ocasiones (fracasos, éxitos, denuncias a un actor que es eliminado del relato…). La serie -salvo excepciones- suele pensarse como una estructura que puede soportar el agregado lineal de episodios. En ese sentido, casi cualquier película de James Bond es mucho más parecida a una serie que La flor. Las de Bond, ya lo decía Pauline Kael, son una sucesión de episodios, de viñetas. Y el orden de presentación de sus persecuciones suele no ser necesario en absoluto; hay poca o nula solidaridad entre secuencias y casi cualquier película del agente 007 suele ser separable en secuencias como se separa en porciones una pizza. Cualquiera que haya visto La flor en esta edición del Bafici sabe muy bien que no estamos ante algo con características de serie, y que quitarle una parte no es lo mismo que retirar una porción de una pizza y que sería algo más parecido a quitarle una pata a un perro. Y que en realidad La flor es una película que pide la atención para el cine, ese arte que se presenta en obras que duran lo que duran.