(Atención: en este texto hay spoilers*) Desde que la vieja nodriza Euriclea reconoció a Ulises por su cicatriz y Homero pegó un salto al pasado en su relato para contarnos de aquella vez en la que un jabalí hirió en el pie a nuestro héroe en el Parnaso, el recurso del flashback se repitió infinidad de veces en todos los géneros narrativos para dosificar la información de la trama y controlar el suspenso. Si bien la palabra “flashback” fue acuñada recién cuando empezó a nacer el lenguaje cinematográfico (el Oxford English Dictionary encuentra el término en un artículo de Variety de 1916), luego por extensión se adoptó para describir los saltos temporales en textos literarios y teatrales.
En cine, si bien hay flashbacks hasta en cortometrajes de 1901, los ejemplos emblemáticos son, por supuesto, los de El ciudadano (1941) y Rashomon (1950). Es que más allá de la dosificación de la información y el control del suspenso, un flashback implica la conceptualización de los recuerdos y, como tal, tiene un punto de vista, es decir, es subjetivo. En El ciudadano, la vida de un hombre es narrada mediante recuerdos de terceros, que solo iluminan fragmentos incompletos; en Rashomon, un crimen es narrado por tres testigos y la víctima (a través de un medium), cuatro versiones disímiles del mismo hecho.
Rastrear el uso del flashback en la televisión excede a este artículo, pero si nos limitamos a este siglo (digamos a partir del estreno de Los Sopranos en enero de 1999), es insoslayable la influencia de Lost (2004-2010). Un avión cae en una isla aparentemente desierta y algunos de los pasajeros deben buscar la manera de sobrevivir. La vuelta de tuerca es que en cada capítulo, intercalados con los acontecimientos en la isla, vemos los flashbacks de algún personaje y de su vida previa al accidente. Si bien el recurso no tenía la complejidad de los flashbacks subjetivos de El ciudadano y Rashomon, había algo de la película de Welles: la reconstrucción, como en un rompecabezas, de las vidas de los hombres.
Me da la sensación de que después de Lost resulta bastante difícil encontrar una serie con una narrativa lineal. Y no me refiero a flashbacks ocasionales como por ejemplo el de aquella escena memorable de Los Sopranos en la que Christopher Moltisanti le confiesa a Tony, en un ataque de llanto, que su novia Adriana es informante del FBI. Me refiero a series que usan los flashbacks como recurso principal: Orange Is the New Black, Rectify, The Leftovers, True Detective, Wayward Pines y ahora la nueva atracción de Netflix, The Sinner.
Promocionada como un “whydunnit” en lugar de un “whodunnit” (es decir, un policial en el que no importa quién cometió el crimen sino por qué), The Sinner cuenta la historia de Cora Tannetti (Jessica Biel), una joven madre y esposa que vive con su familia en la pequeña ciudad de Dorchester. Una tarde, en la playa, asesina a un tipo a cuchillazos, enfrente de todo el mundo, en un ataque de locura inexplicable. ¿Por qué lo hizo? No lo sabe.
El detective Harry Ambrose (Bill Pullman) se obsesiona con descubrir cuál fue el motivo del asesinato y a medida que avanzan sus investigaciones, los espectadores empezamos a ver flashbacks de la vida de Cora anterior a su matrimonio, desde que era chica y vivía con sus padres fanáticos religiosos y su hermana enferma, hasta un hecho trágico que desde el comienzo sabemos que fue el causante de su ataque de locura en la playa, pero que no descubriremos hasta los últimos dos capítulos.
El relato es doble: por un lado, en el presente, es un police procedural clásico; por el otro, en el pasado, es un melodrama coming of age con ribetes religiosos y sexuales. El relato del presente es malo; el del pasado es fascinante. El police procedural está repleto de arbitrariedades e inverosimilitudes: ¿cómo lo dejan a Ambrose irse solo de la cárcel con Cora, no una sino dos veces?, ¿qué función cumple en el relato Mason, su marido?, ¿por qué no vemos nunca más a su hijo hasta el final?, ¿cómo puede recordar lo que había olvidado con solo visitar el club? Las preguntas, sin nos ponemos un poco exigentes, pueden ser infinitas.
Pero lo que mantiene todo a flote es la historia del pasado de Cora y, sobre todo, la relación con su hermana Phoebe (Rileigh McDonald a los 9 años y Nadia Alexander a los 19). Una sana (Cora), la otra enferma (Phoebe); una devota religiosa y sometida a sus padres, la otra rebelde y ansiosa por explorar su sexualidad.
Hay una vieja leyenda acerca de un pájaro que, apenas deja el nido, busca un árbol de espinas. Cuando lo encuentra, se clava en la espina más larga y afilada. Mientras muere, canta por primera vez la canción más bella escuchada jamás. Se desconoce el origen preciso de esta leyenda, pero se popularizó gracias a la australiana Colleen McCullough, que la puso al comienzo de su novela más famosa, El pájaro canta hasta morir.
Esa novela lee Phoebe tirada en un sillón en uno de los primeros capítulos, y en el anteúltimo vamos a descubrir que la parábola del pájaro espino es también la suya. No es casualidad tampoco que el mejor capítulo de la serie sea ese, el único que no tiene flashbacks (o que es, si tomamos la narrativa total, todo un flashback en sí mismo).
Hasta en las peores películas o series hay momentos de belleza. Como el pájaro que canta una sola vez cuando está muriendo, como Phoebe que alcanza la felicidad en el momento exacto de su muerte, The Sinner resplandece brevemente hacia el final, entregando una historia de amor trágica, hermosa e inesperada que el resto de la serie no sugiere ni merece.
Aunque es muy probable que la estructura esté ya en la novela que la inspiró, escrita en 1999 por la alemana Petra Hammesfahr, es inevitable lamentarse por el exceso de series que apelan a la manipulación temporal para secuestrar la atención del espectador. Sobre todo cuando, como ocurre en The Sinner, detrás de la pirotecnia estructural se adivina una historia original, bella y arriesgada.
Foto The Sinner
*En el ámbito de la ficción, hacer un spoiler significa develar una parte clave de una película, una serie o una novela, para de esa forma quitarle al espectador la posibilidad de sorprenderse ante el argumento.