Violentos. Pobres. Desalmados. O simplemente, gente que le puso el pecho a la adversidad. Las biopics lo pueblan todo, el cine, la tele, los libros y hasta el teatro. Son el registro de vidas que bordearon el abismo y, por esas cosas del destino, cayeron del lado de la fama y el reconocimiento. Desde el reciente boom de la tira de Luismi al estreno con bombos y platillos de la serie de Carlitos Tévez, Apache, el abanico que despliega el biopic es infinito.
Hay biopics de episodios trágicos como la exitosa Chernobyl. Pero todos, en mayor o menor medida, aspiran a desempolvar el mismo lema: la realidad siempre supera a la mejor ficción. Muchas de estas historias, de no haber sido ciertas, nadie las creería. Pero: ¿por qué será que la ficción cae, se marchita y se muerde su propia cola mientras abre puertas al caudal de personajes de la vida misma? Cada vez hay más gente que ya no tolera, por ejemplo, leer una novela. “Prefiero leer sobre hechos concretos, palpables de la historia”, se justifican –estoy lleno de amigos así-, “que sobre algo que salió de la cabeza del autor”.
Para el público, el valor agregado de la realidad es un índice de persuasión elevado. Si algo sucedió, merece ser abordado, investigado, revisitado. Si algo se inventó, no pasa de ser entretenimiento.
Los medios nos metimos tan en el inconsciente colectivo, que le hicimos creer a la gente que la única narrativa que vale la pena es la que pasa, primero, por la balanza de los periódicos. Nos olvidamos que, muchas veces, la ficción puede encerrar una verdad más valiosa que miles de historias verdaderas. Y que la inclinación por saberlo todo, es también una forma de pasatismo. Un ocio de los tiempos que corren donde las biopics, llegan para entreternos hasta la muerte.