TIPO RARO, AMIGOS RAROS
Conozca a mi amigo Oscar

OscarPor: Cicco. Este es mi amigo Oscar. Vive a unas 20 cuadras de casa y cada dos por tres pasa a tomar mate. Tiene 63 años. Corre unos 100 kilómetros al día en bicicleta. Una vez me dijo: “Tocá, Cicco”. Y yo toqué. “Esto”, dijo, “esto es pura fibra”. En otros tiempos, Oscar fue bastante famoso. Hasta su nombre completo –Oscar Silvestre León- aparecía en los crucigramas y venían a entrevistarlo de lugares remotos como Onán, por su rara forma de ganarse la vida. La única razón en el mundo por la que estoy hablando de Oscar en esta nota y no piense que me volví pelotudo tomando champán adulterado en las fiestas y que voy a empezar a hablar de cada uno de mis amigos.

Como le decía este es Oscar. Tomé esta foto en mayo, en el living de su casa.

Oscar 

Y este es su trabajo.

Oscar y su trabajo Reducción de cabeza

Reducidor de cabezas. Es el único de todo el mundo. No es joda. Su método, dice, se lo va a llevar a la tumba: una reducción del 70% del tamaño natural. Nadie, hasta hoy, consiguió reducir un hueso y él sí. Antes, la tribu de los jíbaros quitaba la piel del rostro y así lograban sus famosas reducciones. Oscar, en cambio, reduce todo: piel y hueso. “Uso elementos de la naturaleza”, dice. “Yuyos que yo conozco”.

Si hubiera nacido en los Estados Unidos, sería motivo de debate científico, pues nadie pudo encontrar la forma de reducir la estructura ósea, al menos que yo sepa. “El hueso se pone como gelatina”, dice mi amigo Oscar. “Después se va encogiendo”.

Pero Oscar no vive en los Estados Unidos, de lo contrario usted ya lo conocería bien. Vive en Lobos, un pueblo del interior a 100 kilómetros de la capital y hoy en día, está sin laburo. “Antes”, dice –para él antes son los años ’70-, “antes era una locura. Hacía exhibiciones en todas partes. Después todo cambió. Hoy ya nadie quiere una cabeza reducida”.

Para los vecinos del pueblo, Oscar es como un llanero solitario. Siempre solo. Siempre bravo. Una vez, uno lo miró mal y Oscar salió con una escopeta. El tipo no volvió a cruzar frente a su casa.

Voy seguido a la casa de Oscar, a tiro del hospital del pueblo y al fondo de un laboratorio. Tiene corral de gallinas. Los huevos de Oscar, no sea mal pensado, son rosados y verdes, por las distintas combinaciones de alimentos que les da. Yo se los compro y los agrego a la ensalada. Tienen la yema anaranjada, esplendorosa como joya de Mirtha.

En el living de la casa, mientras Oscar ofrece mate dulce, yo me quedo mirando su extraño museo reducido: cabezas encogidas de antílope, de gato, de zorrito. Las miro detenidamente, todas esas expresiones vacías, sonrientes, esas cabezas diminutas del tamaño de un celular. Y después lo miro a él, sin trabajo. Y exclamo, indignado: “Yo te voy a ayudar, amigo. Algo tenemos que hacer con las cabezas. Esto no puede quedar así. El mundo tiene que volver a saber de vos”. Y semanas más tarde, vuelvo a la misma casa, con el rabo entre las patas. El mundo, parece, ya no quiere volver a saber de un hombre y su raro arte de reducir cabezas. Los medios son un reflejo de este mundo y, si al mundo no le interesa conocer cómo hace un hombre para convertir el cráneo de una oveja en algo parecido a una bola de tenis, los medios pasarán esta historia por alto.

De vez en cuando, llega milagrosamente un llamado de los Estados Unidos. Un periodista. El periodista visita la casa de Oscar, se deslumbra con sus cabezas. Saca una pequeña nota y mi amigo siente que vuelve a vivir. Pero la fama dura lo que un pedo en una canasta y Oscar vuelve a sumergirse en el olvido. Ayer, me contó que sintió que se moría. “Nunca me pasó”, Oscar sorbió mate. “Se me desprendía el alma, me envolvió un frío por dentro”. Por un instante, Oscar vivió la muerte en vida. “Fue un ratito”, dijo. “Pero ya estoy acostumbrado. Si los medios me declararon muerto hace rato”.

Una vez, le pregunté por qué no revelaba la fórmula de reducir cabezas a la posteridad. Tuvimos una discusión al respecto. Yo insistía en que no contarlo era un acto de egoísmo. “Fijate”, lo alentaba. “Eso pondría tu nombre en la historia de las ciencias. El primer hombre que logró reducir un hueso. No es poco”. Pero Oscar negaba con la cabeza. “Si yo revelo la fórmula”, dijo. “Dentro de poco, cualquier boludo va a estar reduciendo cabezas. Va a dejar de ser atractivo. Va a ser una cosa de todos los días, como Tinelli. ¿No es lindo que sigan existiendo cosas únicas? ¿No es lindo que al día de hoy sigan existiendo misterios?” Y, para serle sincero, me parece que tenía razón. Yo, que trabajo en los medios, me dedico a revelar secretos. Un secreto revelado, para mí, es el equivalente a una medalla de honor para un soldado. Sin embargo, una vez que se difunde, un secreto se convierte en información. Una fórmula que todo el mundo discute en la casa. Un chicle para mascar cuando no se tiene nada de qué hablar. Y mi amigo Oscar tiene un secreto grande. Y va a morir con él. Y yo, y las decenas de cabecitas encerradas en vidrios en el living, nos alegramos de que así sea. Los secretos, a veces, son los que hacen que esta vida valga la pena.

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