EL CAPO ES UN PLOMO
¡Que vuelva Gino Renni!

El Capo de Miguel Angel RodriguezPor: Cicco. Los Cicco somos sicilianos. Venimos de Gangi. En 1910, el abuelo Luis llegó en barco a la Argentina escapando de la… Digamos que escapando de la Gran Guerra. Aquí se dedicó a fabricar cuerdas de guitarra. En la década del ’20, era un signo de distinción estrangular a la gente con las cuerdas en Si Bemol afinadas por el abuelo Luis. Y así fue cómo hizo una fortuna. No es mucho, sin embargo, lo que sé de mis antepasados. Una vez, le pregunté a mamá si, por casualidad, no tendría yo alguna ascendencia con la Cosa Nostra. Quería tantear el terreno a ver si me correspondía una herencia cuando el resto de la familia estuviera entre rejas. “Acá no te puedo contestar”, me dijo revoleando los ojos. “Puede haber micrófonos”.

Hay vacíos en mi infancia. Por lo pronto, nunca me quedó claro por qué cada vez que visitábamos al abuelo en la oficina, había chicas bailando sobre el caño. “Tu abuelo es plomero”, me explicaban. “Él mantiene limpios los caños”. O la vez en que el tío Antonio amaneció con una cabeza de cerdo en la cama y dejó de probar el arrolladito de jamón que le preparaba mi tía, su favorito. Sin preguntas. Sin respuestas.

En la televisión argentina, también hay un gran vacío. Lo más parecido que tenemos a un capo de tutti li capi, es a Gino Renni, que ahora canta tarantelas en lo de Susana Giménez, y cuyo nombre real es Rudolf Lifschitzmann: esloveno, circuncidado y amante de los Nuggets de Mc Donald’s.

Por eso, cuando Telefé anunció con bombos y platillos el desembarco de la serie El Capo, protagonizada por Miguel Ángel Rodríguez, a las 10 en punto, me senté frente a la televisión con mi plato de amarettis y le jugué al 71 la quiniela: el excremento. Imaginé que algo importante estaba por ocurrir.

“Los hechos y personajes de esta tira son ficticios, cualquier similitud con la realidad es coincidencia”, advirtió un cartel negro al inicio de la serie. Papá se paró en el acto e hizo un llamado telefónico: “Dile a Giggio”, dijo “que stamos salvatto”. Cortó y se puso a jugar al Yenga.

Vamos a ser claros. El Capo no es El Padrino. No es Los Soprano. No es “Casino” de Scorsese. Es algo poderosamente único, original y argentino: una bosta.

Sondeé en archivos para hallar las coincidencias que enlazan la performance de Marlon Brando en la piel de Tito Corleone, con la de Miguel Ángel Rodríguez en el de Omar Shariff. Y descubrí que las similitudes pueden resumirse en una sola. Una vez, hace tres años, Rodríguez acarició un gato.

El Capo comienza en un restorán con una música tan marcadamente árabe que pensé que, por problemas técnicos, habían decidido emitir El Sheik. Dos matones ingresan con  ametralladoras como si llevaran diez kilos de jamón serrano bajo la axila y liquidan a los comensales de una mesa, quienes tienen la delicadeza de morir segundos antes de los disparos. En una de las sillas, está el protagonista Omar Shariff, quien cae también víctima de la balacera. Cosas del destino. Si la primera escena no hubiese sido una pesadilla, nos habríamos ahorrado una temporada de un programa bofe, y el canal se habría ahorrado millones tirados en sueldos.

Esta es la historia de Shariff, honrado comerciante de alfombras, hijo de un jefe mafioso muerto, que, por obra de los tejes y manejes mafiosos -que conste que conozco el tema indirectamente, eh, de leerlo en libros-, debe asumir el rol de capo de la cosa nostra argentina, un clan que posee la misma severidad, dramatismo y protocolo que una reunión de árbitros de “100% Lucha”.

Es una serie marcadamente dramática pero los cuatro protagonistas -Hugo Arana, Roberto Carnaghi, Miguel Ángel Rodríguez y Javier Lombardo-, son actores cómicos. Un crítico llamó a esto “humor contenido” y habló elogiosamente en ese sentido. Contenido, en verdad, refiere a algo que, por distintos motivos, es incapaz de salir. Y si hay algo que sucede con la trama de El Capo, precisamente es esto: no sale nada.

Todos interpretan los papeles maffiosi con la cautela de alguien que sabe que no va a tener trabajo mucho tiempo. Chicho, Arana, el jefe principal que cede su lugar a Shariff, tiene menos despliegue de poderío que un vendedor de bondiola al paso. Una de sus mayores descargas emotivas, la tiene con un plato de fetuchini. Ni siquiera Silvina Luna, su novia en la tira que le pasea el traste por la cara, le produce algún tipo de dureza y engrandecimiento. “Esto se lleva en la sangre”, le dice Chicho a Antonio, su mano derecha. Es cierto: se lleva o no se lleva.

Los ambientes tampoco ayudan. Las casas de los mafiosos tiene la misma decoración que la de Patito Feo. Y la reunión de capos donde Chicho anuncia que delegará momentáneamente su lugar, es tan luminosa que parece el living donde Mirtha Legrand juega bridge con sus amigas.

Más allá de la matanza pesadillesca del primer acto, en El Capo no hay disparos. Ni pólvora. Apenas unas gotas de sangre en una mejilla. Y la explosión de un auto sobre el final, un recurso que suelen tener los guionistas cuando no se les ocurre nada más qué decir.

Terminado El Capo, unos canales más abajo, el noticiero anunciaba un atentado en Italia, con varias víctimas, adjudicado a la Cosa Nostra, la de verdad. Papá trajo un champán y propuso un brindis. Cuando le preguntamos por qué, dijo: “Por la familia”. Y no hizo más comentarios. Qué capo.

Esta es la versión de un capo mafia que obtuvo el reconocimiento de todo el mundo:

Marlon Brando en El Padrino

Esta no: 

El Capo de Miguel Angel Rodriguez

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