APOLOGÍA DE UN TIPO CULTO Y GENIAL
Conozca la sabiduría secreta de Nino Dolce

Nino DolcePor: Cicco. Han pasado más de diez días desde que el asombroso Nino Dolce abandonó la casa de Gran Hermano Famosos, con el abrumador empuje del 64,1 por ciento del público, que lo empujaban tanto que lo terminaron dejando afuera. Desde entonces me he propuesto escribir un manifiesto sobre el genio de Nino. Sin embargo, me prometí no teclear una línea hasta no haber entendido cabalmente la genealogía, teogonía y filología encerrada en su paso por el programa y, principalmente, hasta no haber comprendido el significado de estas misteriosas palabras.

Es mucho el material que Nino produjo, inspiró y motivó en el transcurso de sus escasas semanas de encierro, donde hizo lo que cualquier alma sensible y profunda haría en un sitio como ése: volverse loco como una cabra.

“Nino era, por afano, el más culto de la casa”, me cuenta Rodrigo Vila, productor ejecutivo durante tres años de su programa culinario erótico para Playboy TV, donde Nino preparaba comidas, cantaba canzonettas napolitanas y palpaba, debidamente, un traste por emisión. “Nino es mucho menos frívolo de lo que la gente cree. Tiene un título terciario de cine. Le apasiona Jarmusch y Fassbinder. Siempre lleva un libro encima. Sus amigos queríamos que dejara esa casa de inmediato. No tenía nada que ver con esa gente y le hacía mal a su sensibilidad”.

Nino es hijo del prestigioso periodista cultural Néstor Tirri, viajero, bon vivant, escritor de novelas eróticas. Conocedor en la materia, Tirri le enseñó a Nino el arte de emplear aceites en el cuerpo femenino sin necesidad de rollos de cocina y lo instruyó en las coordenadas para diferenciar el punto erótico de una cagada de mosca.

Antes de volverse una estrella de la cocina erótica, Nino fue la voz del trío vanguardista Cumbiatronic, una banda cuya mayor virtud fue su irresistible arte para combinar la cumbia con el Gin Tonic. Allí Nino se hacía llamar el Guasón. Su nombre verdadero es, en realidad, Rómulo Tirri, tal como lo llaman en Lanús, el barrio de sus amores. En horario de trabajo, sin embargo, vuelve a ser Nino, Nino Dolce. Y en Dock Sud, donde va cada tanto, le dicen Rómex, segundos antes de robarle la billetera y someterlo a actos de sadismo con metales calientes.

Nino estudió teatro con Norman Brisky y Pompeyo Audivert, y se recibió de realizador cinematográfico en el Cievyc, donde concibió un auspicioso programa al estilo Policías en Acción, que se llamaba 101 Comando Radioeléctrico, cuyo mayor obstáculo narrativo era que las líneas estaban siempre ocupadas.

Durante la administración de Jorge Telerman, en la Secretaría de Cultura, Nino trabajó como coordinador de la Feria de Mataderos -su madre, la licenciada Sara Vinocur, es la ideóloga de la feria-. Allí, impuso la creación más prometedora del lugar: el choripán de pollo: “0% colesterol”, los promociona Nino a viva voz, donde atiende una parrillita. “A las chicas les encanta. Se comen tres o cuatro y quedan diez puntos”.

Luego de cruzarlo repetidamente en los pasillos y ver el pronunciado aspecto italiano de Nino -en lugar de decir perdón, Nino decía “pardón”, sobre todo, cuando estaba congestionado-, se dice que Telerman habría tomado una tajante decisión estética: “Si yo me hago el afrancesado”, pensaba rascándose su frente de mocasín, “tal vez la gente piense que el brillo de mi pelada tenga alguna resonancia europea”.

Para empezar con mi estudio sobre las grandes obras de Nino Dolce, rastreé el significado mitológico de su memorable golpe de cabeza contra la pared en la casa de Gran Hermano Famosos, repetido hasta el hartazgo por infinidad de programas idiotas, incapaces de dilucidar el verdadero sentido del acto. Con una diferencia de segundos, Nino exclamó unas palabras cargadas de misterio: “Habían descongelado pollo para toda la semana”, dijo. “¿Quién soy yo, la oveja negra?”. Busqué menciones sobre cabezazos en las famosas obras de mitología griega de Robert Graves, pero recién encontré casos similares de gente que se golpeaba contra las paredes en Alemania, a fines del siglo XIX. Episodios sonantes que el científico Felix Hoffmann habría tenido en cuenta a la hora de conseguir la síntesis de su más grande creación: la aspirina.

“Cuando crucé la puerta”, confesó Nino, una de las máximas que más darían que hablar, “perdí un poco la alegría”. Es necesario detenerse especialmente en este punto. Antiguamente, en ciertas culturas se les atribuía a las puertas el pasaje a otra dimensión y, por regla general, los portales tenían rostros, una personalidad más bien mezquina y, llegado el caso, podían hablar con más soltura de léxico que Luis Vadalá en hora pico y con tres tazas de café fuerte encima. La literatura griega está plagada de ejemplos de esta clase de portales. De acuerdo a Hesíodo existe una puerta del día, escoltada por la luz solar, y una puerta de la noche, que incluye horarios de happy hour. En La Eneida, Virgilio sitúa a Eneas visitando el portal del sueño donde vive algunas aventuras que no recuerdo pues me quedé dormido leyéndolas. Tras la lectura de cartografías antiguas, concebidas de acuerdo al saber popular y la imaginación de los grandes literatos, dilucidé que la puerta a la cual hace referencia Nino, habría que ubicarla más bien, al fondo a la derecha.

Recogiendo rastros de guiños subliminales de Nino a los espectadores atentos y letrados, escuché varias veces la canción, interpretada por él en distintos puntos de la casa, donde persuadía a los organizadores del programa a que le enviaran un objeto envolvente de polietileno al que llamó enigmáticamente “la bolsa”. Las emisiones con panelistas retardados, se burlaron de lo que, juzgaban, era una obvia referencia al clorhidrato de cocaína, también llamado “merca”, o “producto” o “delicia”, mientras la novia de Nino, la bellísima bailarina Valeria Degenaro, buscaba eludir diplomáticamente la polémica explicando: “También puede ser una bolsa de comida, ¿no?”.

Pero Nino, tal como podrá ver ahora, apunta más allá del sentido literal de la frase. Siguiendo ciertos protocolos de cifrado como el códice de Michael Drosnin, aplicado a descifrar las predicciones ocultas de La Biblia gracias a patrones cruzados de lectura, descubrí que si uno repetía, sincopado, “la bolsa”, tal como la cantaba el gran Nino, la frase se convertía mágicamente en “la salvo”. Es decir, de algún modo, Nino, en su sabiduría infinita, a través de la generación de conflictos permanentes, una terapia de shock para despertar la conciencia tal como la concibió G.I. Gurdjieff en su instituto del Prieuré, permitió que el resto de los habitantes de la casa se unieran en pacífica armonía y fueran salvados por el público, a costa suya. A Pablo Tamagnini, Nino le espetó: “Pablito Ruiz, vamos afuera que te cago a trompadas”, declaración que merece un voluminoso tratado al respecto o, cuanto menos, que Joaquín Morales Solá le dedique una fruncida de mostacho. A Luis Vadalá, Nino lo llamó torturador, días antes de que Página 12 revelara sus contactos con represores, y a Carlos Nair Mezza lo acusó de algo peor: de cocinar mal el pollo.

Nino sacrificó su pellejo con el fin de plasmar una armoniosa unión de los integrantes, quienes concidían en un elemento central de convivencia: todos consideraban a Nino, como mínimo, un infeliz desequilibrado mental. A través de esta alianza, sus compañeros conspiraron para nominar al gran Nino a abandonar la casa y él logró así su más audaz cometido: increpar en el confesionario a las reglas mismas del Gran Hermano. “¿Y vos permitiste que todos se aliaran para expulsarme mientras yo dormía?”, acusó el licenciado Nino al ojo que todo lo ve. “¿No hiciste nada al respecto?”. Un imprevisto que ni el mismísimo George Orwell, inspirador literario del sistema de vigilancia en su obra magna “1984”, hubiese imaginado, ni siquiera tragando una lámina de LSD con la sopa de dedalitos.

Mariano Peluffo, conductor de Gran Hermano Famosos con apellido de osito de pelotero, buscó trazar una síntesis del sinuoso personaje. “Nino Dolce no es malo”, sostuvo. “Es mucho”. Tras agotadoras jornadas de debate, los críticos concluyeron en que la frase de Peluffo no sólo no aportaba luz al misterio del gran Nino sino que, en palabras de un colega: “No se entiende qué carajo quiso decir con eso”. La psicóloga Beatriz Goldberg esbozó un diagnóstico más ajustado: “Este chico es muy narcisista. Tiene una necesidad compulsiva de llamar la atención, potenciado con ciertas actitudes infantiles”. “Su comportamiento”, observó un especialista en trastornos de ansiedad, “es el fiel reflejo de un adicto sin su droga”. Ninguno, como habrá visto, entendió nada.

Por último, es asombroso cómo nadie percibió la referencia implícita en las ponencias del gran Nino, al artista norteamericano de orígen búlgaro, Christo, quien mediante puestas en escena a gran escala envolvió con telas el Pont Neuf en 1985, el Reichstag en 1995, y el Central Park diez años más tarde. Lo llaman Land Art. Nino, el gran Nino, también practica el oficio de empaquetar. Y este es su más grande arte. El arte de empaquetar perejiles. 

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Nino Dolce