DIFERENCIA MORAL/
¿Por qué hay  más gente buena en los pueblos?

manos/Por: Cicco. ¿Por qué costará tanto ser bueno en la ciudad? ¿Por qué se dará por sentado que los que mandan suelen ser los turros, los indecentes, los malos del mundo? En las grandes ciudades, no hay espacio para los buenos. Ser bueno es el equivalente a ser boludo. A los buenos, los pasan por arriba. Son los rezagados. Los que ganan un pequeño porcentaje en las encuestas electorales. Los que, de tan sinceros, se han quedado sin amigos. Los que conservan el mismo puesto en el trabajo por los siglos de los siglos. Los que ninguna chica quiere. Y excepto Juan Carr, no hay gente buena en la ciudad.

Si es que existen buenos en la gran urbe, se encuentran escondidos. Buscan, por todos los medios, no ser descubiertos. Temen que los aplasten.

En los pueblos, en cambio, lo que predomina es la gente buena. Hasta los más perversos, se esfuerzan por saludar, conservar buenos modales. ¿Por qué será, no? Desde hace cinco años vivo en un pueblo y me hago la misma pregunta. Y, déjeme decirle algo: puedo comprobarlo en carne propia. Descubrí que la maldad prospera en el disimulo de los grandes espacios.

Aprendí la lección a la fuerza, haciendo periodismo. Una vez conté la vida de los trabajadores de campo, para lo cual conduje máquinas y coseché girasol. Conté allí algunas cosas que, a los empleados, gente buena pero ruda no les gustó. Me hicieron llegar el anuncio de que habría revancha. Y durante unas semanas, estuve amenazado de que me pasaran por arriba con una cosechadora. No volví a cometer el mismo error.

Un pueblo es como vivir en un ascensor. Basta para que alguien eructe para que todo el mundo sepa qué ha comido. Esta fachada de control permite que uno se comporte. Se haga responsable. Y no diga, por ejemplo, que los agricultores son uno de los gremios estadísticamente con más cornudos. Podrá ser un dato oficial. Pero en los pueblos no hay estadísticas: hay gente nomás. Un colega vecino me contó que, en la cobertura de un partido, mencionó que un árbitro había cobrado mal una infracción. Al día siguiente, vino el técnico del equipo y lo quiso moler a palos en un bar. Desde entonces, mi amigo no cubre más fútbol. Habrá más bondad en los pueblos, pero no hay muy buen periodismo que digamos.

No es, ahora que lo pienso, que exista sólo más gente buena en el pueblo. Es que, todos los malos, están controlados. Han sido, en algún momento, castigados. Han recibido, por el puro hecho de que el ascensor es pequeño, no han podido escapar a tiempo. Los propietarios mezquinos ya no tienen empleados que trabajen para ellos. La bola se corre rápido.

En los pueblos, los malos están señalados. Los persigue su reputación. Cuando compré mi auto, un 505 hecho trizas, yo sabía que el vendedor había estado preso. Conocía la causa. Sabía dónde me metía. Estaba en mis manos aceptar el trato o no.

En la ciudad, gracias a la discreción de la muchedumbre, es más fácil no hacerse responsable. Hay  más margen de huida. Más campo de acción para la cagada.

Después de cinco años viviendo aquí,  me defino como un malo convertido. Soy un perverso domesticado. Un salvaje puesto en vereda. El camino a la santidad es un camino lleno de privaciones y, sobre todo, con pesadillas de cosechadoras de girasol aplastándote una a una tus vértebras.
 
Ser bueno en la ciudad es como buscar mantener con vida a una flor en el Polo Norte. Para que siga en pie, es necesario extremar las medidas.

En la ciudad, el  mal es una planta silvestre. Tire una semilla de maldad, haga un comentario despiadado y verá como florece y las abejas se acercan a absorber el polen de su veneno.

Los pueblos guardan aún pequeños restos de humanidad. La gente es más importante que la calle, es por eso que suele decirse: “es a media cuadra del almacén de Valeria, frente a lo de Casal”, para dar una dirección. Leer un diario en el pueblo es como leer las noticias de su grupo familiar, sus amigos y sus vecinos. Hay una conexión que lo mantiene todo unido.

Hay un límite donde la urbanización deja de ser un hogar y se convierte en sepulcro. El ser humano tiene una capacidad limitada para sentir afecto.

En la ciudad uno siempre espera que el otro se vaya. Que se baje del colectivo. Que renuncie del trabajo. En fin, que se muera de una buena vez.

Imagino que las hormigas que pasan el día entero en el hormiguero tienen una cualidad diferente de aquellas obreras que trabajan afuera, juntando morfi. Imagino que las obreras aún guardan cierta esperanza en el género hormiga, en su motor de bondad que las hace superar toda dificultad. Ahora si le preguntás a aquella encerrada en el hormiguero, te hablará pestes de sus pares y miserias de la reina.

El programa de chimento es un invento urbano. Lo mismo que el plasma. La televisión tres d. el sorround. Son creaciones de gente maléfica que quiere aislarse de otros maléficos iguales a él.

Pasatiempos y artefactos para sobrevivir, como pueda, a ese infierno llamado hormiguero.

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