CONFLICTO POR MALVINAS/
La espina cultural

ISLAS MALVINAS/Por: Cicco. Semanas atrás, me descubrí ante una disyuntiva. Yo, que me creo paz y amor, le advertí a mi hija en un local de ropa que, podía comprarse la remera de 47 Street que quisiera, pero esa no. Esa justamente no. ¿Cómo iba a llevar eso puesto? ¿No se daba cuenta? Y, no. No se daba cuenta. Tiene 12. Es natural. “¿Pero justo este modelo que está de moda no me puedo llevar?”, protestaba ella en el probador. “Y me queda tan linda”. No dí el brazo a torcer. De ningún modo. Seré paz y amor, pero me resisto a que mi hija se compre una remera con la bandera de Inglaterra.

Tengo un amigo ex combatiente. La pasó  feo. Vio soldados amigos a los que le amputaban la pierna del frío. Se cagó de frío y de hambre. Todas esas cosas que dicen en los documentales más cruentos sobre Malvinas, fue de verdad. Una vez, lo mandaron a buscar algo y cuando volvía, un avión casi lo despanzurra. El avión era argentino y había confundido su objetivo. Mi amigo me dice: “Yo me lo tomo con calma, pero hay compañeros que al día de hoy, si ven a un pibe con una remera inglesa lo encaran por la calle y lo quieren matar. Y es entendible”.

Tenemos el gen de la guerra metido adentro. Es fácil caldear el ambiente y alentar a la violencia. No hay nada más contagioso que matarse unos a otros. Se reproduce más rápido que cualquier epidemia viral.

Sin embargo, llama la atención: mientras media Argentina aún quiere recuperar las islas, y siente que es una espina cultural clavada en la espalda, la otra mitad, ni fu ni fa. Miles de jóvenes visten sus remeras inglesas y cantan Dios salve a la reina.

Yo era muy pequeño para combatir en Malvinas pero soy de la generación que cantaba “el que no salta es un inglés”. En la escuela nos explicaba la maestra: “Las Malvinas, fíjense chicos, está más cerca de Argentina que de Inglaterra. Por eso nos pertenecen”. La teoría de la cercanía siempre me asombró. ¿Qué hacía esta gente acá, viniendo de tan lejos? ¿Qué buscaba?

En verdad, los motivos de las guerras, al menos las modernas, siempre son económicos. Son victorias políticas. Gesto más electoral que patriótico.

De cualquier forma, en toda guerra hay un aspecto cultural, una suerte de cascarita mal cicatrizada que queda a flor de piel, una vez que esta culmina. No importa el tiempo que pase. Se reactiva con facilidad en los mundiales, en cierta prensa nacionalista y en todo aquello que huela a duelo de naciones comprometidas. Pero esto sucede si uno vivió la guerra, de adentro o de afuera. Si fue testigo de ella. Para las generaciones futuras, en cambio, no hay herida posible. No hay enojo. Ni sentimiento de victoria. Ni derrota. Sólo unas ganas bárbaras de comprarse remeras con la bandera inglesa. Felices de la vida, nadando en su inocencia, que se crucen con un veterano, dispuesto a recordarles dónde se la pueden meter.

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