Tyrion Lannister

Por Cicco. Ya hablamos, una semana atrás, de lo bien que nos cae George R.R. Martin, creador de la saga literaria que inspiró la serie Juego de tronos, y de lo mucho que queremos a ese gordito que atesora una de las imaginaciones más ricas –y ahora de tan rica millonaria- del habla inglesa, y por qué no del mundo, y por qué no de la vía láctea y por qué no del universo y todo lo que hay en él, presente, pasado y futuro, aunque, me parece que se me está yendo la mano. Pero no queremos hablar de Martin esta vez. Queremos hablar del personaje que hace girar la serie como un, como un, bueno, que hace girar la serie. Queremos hablar, como podrá intuir por el título de esta nota –chico listo- del enano de Juego de Tronos.

Si hay algo llamativo de Juego de tronos y la imaginación de Martín es su imprevisibilidad. En la primera temporada –es decir, en el primer libro de la saga- liquidó a tres de los personajes principales en el momento en que uno empezaba a encariñarse con ellos y creía, qué ingenuo, que compartiría las siete temporada de la serie codo a codo, o, en términos de juego de tronos, espada con espada, armadura con armadura. Pero tres de ellos no pasaron a la segunda temporada. Y aquellos que pintaban para un lado, con el correr de la historia, se cruzaron de bando. La oscuridad les gana. O, para el caso del enano, lo gana la luz.

Aún cuando no hay lugares reales, ni fechas tentativas, Juego de tronos es una historia épica y casi medieval. Hay reyes, y príncipes. Consejeros reales. Verdugos. Y sirvientes. Está la plebe, ahí, hambrienta. Y el largo invierno que se avecina y mete miedo.

El enano, sin embargo, y por eso lo rescatamos aquí, está más allá de todo eso. Es el equilibrio perfecto: tiene la coraza de un líder ladino al que nada le importa, y que guarda las intenciones de un santo. Además, el enano –justo él- es tal vez el personaje con más grandeza de la película. Apuesta al amor. Paga sus deudas –es el lema de la familia-. Cuida a los niños. Y tiene la valentía para abofetear al rey –que, por si le interesa el dato, se lo tenía merecido ese cretino-.

Pero Tyrion Lannister –el enano, por si no le suena el nombre-, primero hermano de la reina, luego hermano del rey –son cosas de la trama, no me haga poner a contarle aquí toda la historia-, es como si fuera un viajero del futuro aterrizado en tiempos de monarcas y vasallos. Como si teletransportaran a Woody Allen al Señor de los Anillos y le pusieran, una pizca más de sentido común y corazón. No puedo decir a ciencia cierta si Peter Dinklage, el actor que lo interpreta, tiene o no talento, pues siempre está serio, su personaje demanda una gesticulación limitada, más bien podría decirse que tiene cara de drapie, la mayor parte de la serie. El hallazgo es su rol: “el hombre medio”, como lo llaman, es más hombre que muchos de los hombres que se disputan en nobleza y poder a lo largo de la tira. Donde los otros pierden su vida por vanagloriarse de su honor, él sabe qué batalla dar y cuál retirarse. Tyrion conjuga, como Hannah Montana –si no sabe quién es Hannah Montana, es porque usted no tiene hija adolescente-, lo mejor de los mundos.

Este hombrecito es, al mismo tiempo, Maquiavelo y Gandhi, al menos hasta la temporada dos que es por donde vengo con la serie, tal vez después se transforme en un canalla, de ser así borre lo dicho. El enano, decíamos, es el ying y el yang. Lennon y McCartney. Gardel y Lepera, la sal y pimienta, aunque me parece que la comparación ya perdió el sentido.

En fin. El tiempo dirá si lord Tyrion –sí, el enano, ¿cuántas veces más me va a hacer repetirlo? apréndalo de una buena vez-, el tiempo dirá si Tyrion Lannister es uno de los personajes más deliciosos de la ficción de los últimos tiempos, y el mundo y la vía láctea, u otro freak en un mundo de raros, donde los malos son verdaderamente malos. Y los buenos, lavan los pies de los presos, toman mate, son hinchas de San Lorenzo y cada tanto se transforman en Papa.