carta de amor a mi notebook

Por Cicco. Nos conocemos hace ya cuatro años. Ella no era virgen. Yo sabía que tiempo atrás había estado con un amigo de mi hermano quien, por razones que nunca me enteré le dijo a él: “Por dos mil pesos la entrego sin problemas”. Yo no la conocía en persona. Pero venía de una mala relación: la mía, era de otra generación, pesada y lenta. Y yo sentía que mi corazón estaba preparado para un nuevo amor.

 

Lo primero que hice, antes de recibirla, fue entregar la mía a una vecina. No pedí nada a cambio. Y preferí hacer la separación sin abogados de por medio. Yo ya tenía pareja segura. Pero pobre, sentí pena por ella: mi vecina tampoco la quería -”ni la sé manejar, además mirá lo grande que es, ocupa mucho espacio en casa”-. Era una pc antigua. Todo lo que lleve la sigla PC parece antiguo. Mi vecina conocía a un tornero que andaba buscando una para subir planillas con inventarios. No tenía dinero para la dote. Pero si hogar y espacio en su negocio para ella. La vino a buscar la hija de su futura pareja. Cuando se la entregué, con escritorio y todo, pude verla por primera vez de cuerpo entero. Yo estaba acostumbrado a verle el rostro del monitor, y el frente de la cpu. Pero ahora mientras la despedía, pude ver no sólo lo voluminosa que era, y el espacio innecesario que ocupaba en mi vida, además, la cantidad de polvo que había acumulado. Es la vejez, pensé. Está cachusa.

Esa misma semana, conocí a la nueva: colorada, juvenil, fresca y, algo fundamental, portátil. Cómo no enamorarse. Se llamaba Dell. Pensé todas las cosas que haríamos juntos. La llevé de inmediato a la cama y tuvimos un fin de semana de maratón de películas frazada de por medio. Lindos tiempos aquellos. Tardes –y noches- sintiendo el rumor de su ventilador interior sobre mi regazo. Calor de máquina.

Y qué les puedo contar de aquellos años: íbamos a todas partes juntos, la cargaba en la mochila y paseábamos por los bares del pueblo. En primavera, salíamos al parque y ella siempre estaba disponible, siempre conectada. Siempre veloz. Qué más se podía pedirle a la vida.

Pasado un tiempo, un verano, empezó a calentar. Le subía la fiebre, por lo visto. Así que debimos interrumpir los fines de semana en la cama, pues las sábanas, al parecer, le quitaban la respiración. Le compré, por sugerencia del doctor, unos ventiladores, los llamados coolers que hacían un ruido bárbaro. Ya no podía acobijarla en mi regazo por temor a que los ventiladores me atraparan con sus paletas alguna parte íntima, y esto impidiera mi descendencia informática. Fue un aviso: al cabo de unos meses, siempre Dell contraía algún virus. Mala alimentación. Defensas bajas. Empezó primero como algo estacional, algo gripal. Y luego se sucedió en distintos momentos del año, ya hiciera calor, frío, viento, o sol, Dell mostraba signos de decaimiento: no respondía a mis dedos, abría páginas aleatorias en la web. Un amigo entendido en el tema, me preguntó si usábamos profilaxis: “No”, le dije, “las empresas de anti virus son las mismas que crean los virus. Con Dell nos gusta un vínculo más al natural”. “Pero decime”, mi amigo me dijo: “¿Sos medio boludo vos?”.

Pero yo me sentía muy hippie. Valoraba esos pequeños momentos donde aún Dell y yo nos entendíamos como en los viejos tiempos. Bajábamos discos juntos. Leíamos diarios del extranjero. Ella tampoco se ofendía si yo tomaba mate y cada dos por tres, le volcaba la yerba encima. De tanto convivir, Dell ya tenía mis marcas en su cuerpo: letras borradas por el uso, teclas en declive de tanto golpe, el fuego de la pasión. Pero un día, semanas atrás sucedió lo inimaginable: mientras veíamos juntos “Juego de tronos”, Dell sencillamente, cómo explicarlo, es un recuerdo tan fuerte, bueno digamos que Dell perdió la conciencia. Ella siempre me avisó cuándo se sentía mal o estaba decaída de batería. Pero esta vez, sin mediar aviso, fusssss: apagón total. Me alarmé, claro, como se podrán imaginar. La volví a encender y al cabo de una hora, Dell se paralizó. Una locura. La abracé e hice algo que nunca hice: la tomé de atrás, y, me dolió en el alma, pero, uf, le tuve que arrancar la batería. No había caso: si no, no reaccionaba. Dell emitió un chillido, una especie de último supiro, parpadeó y se quedó dormida.

Llamé de inmediato a Doctor Speedy que tienen guardia médica para casos como este. El doctor la intervino, y colocó un programa donde medía el calor de Dell: su presión. Se abrió un gráfico con una serie de líneas ascendentes, el pulso de Dell expuesto en una planilla donde, se intuía, algo andaba mal. “No me gustan estas líneas”, dijo el doctor. “Vas a tener que mandarla a un técnico, este es un problema de hard. Nosotros atendemos problemas de soft”.

Así que llevé a Dell a un sanatorio, uno de los mejores del pueblo. Me dijeron que saldría en un día pero pasaron cuatro días y aún sigo sin tener noticias de ella. Ni siquiera me permiten visitarla. Y yo me siento tan solo. Miro el escritorio vacío y se me caen las lágrimas. Perdón, un momentito. Me entra un llamado. “Ajá, ¿ya está disponible? ¿En serio?”

Ahora debo dejarlos. Acaba de llamarme el doctor. Me dice que es horario de visitas y que ahora puedo ir a verla. Me cuenta que tragó mucha tierra, que tuvo que someterla a una cirugía. Pero que hubo notorias mejorías. Y tal vez, cree él, puedan darle el alta y Dell vuelva a casa pronto. Me voy al sanatorio. Llevo chocolates para festejar. El amor es así.