Por Cicco. Será una noticia esperada para la familia y para la fiscalía pero, para el lector promedio, saber que hallaron pruebas del portero Mangieri en las uñas de Ángeles, tiene un sabor a final prematuro. Uno, como lector, siempre espera que los casos policiales se ramifiquen, se compliquen, se retuerzan, que haya infinidad de sospechosos, y todo esto porque, muy en el fondo, lo que menos quiere el lector es que se resuelvan, y lo que más desea es mantenerse entretenido, todo el tiempo posible. Y si es necesario que el interrogante dure años, o por qué no, temporadas enteras, como el Caso García Belsunce, final abierto y eterno. Porque, ¿sabe una cosa? Amamos los policiales.
Hay dos cosas que mantienen viva las charlas de extraños o de conocidos ocasionales en el ascensor. Una de ellas es el tiempo y el pronóstico metereológico. Otra son los casos policiales. A diferencia del fútbol, donde uno asume partidismos, y tiene que defender a su bando, aunque la razón no lo acompañe, en el policial se pueden establecer conjeturas sin temor a dañar sensibilidades. El caso Ángeles prometía ser una de esas investigaciones que mantienen el fuego encendido de la charla gratuita y vacía. Una chica joven. Cercana. Porteña. Una familia ensamblada. Una motivación para el crimen aún oscura y desconocida. Un encargado de edificio de toda la vida. “Desde chiquita que lo conocía Mangieri”, repetían los medios una y otra vez. Es decir, el caldo de cultivo de toda película de David Lynch: una historia donde la cáscara parece brillante y atractiva, mientras la pulpa esconde algo siniestro y amenazante. Un gusano, bah.
¿Por qúe nos gustan los policiales? Porque tenemos Hollywood en las venas. Los casos paranormales, también nos atraen, pero sabemos que, por mucho que uno haga, por mucho que uno se devane los sesos, siempre llega a un límite, a una frontera: un avistaje de ovnis, o la aparición de un supuesto espectro, nunca se llegará a resolver. En cambio, el policial está ahí, al alcance de la mano, como el Prode, expuesto y a la espera de que uno haga las combinaciones necesarias, de su marote lleno de cafeína, y marque con una cruz quién es el culpable. ¿Es un novio desconocido de la chica? ¿Es el padre? ¿Es el padrastro? ¿Es el portero? ¿Lo hizo acompañado? ¿Por qué declaró que su esposa nada tenía que ver? ¿La estaba buscando desligar con sus declaraciones? ¿Y los dos rastros de ADN de la soga? Eran masculinos. Mmm. Sospechoso.
Los medios le dan manija a estas historias hasta que se les cansan los brazos. Convocan especialistas, no importa su rubro, para volcar su aporte cual tuco en el tallarín. Y los conductores de noticieros se calzan uno de los roles que más disfrutan: el de detectives suplentes. Si siguió el caso Belsunse o el crimen de la pobre Ángeles por la tele, sabe a qué me refiero. Pero a diferencia de las películas, esta sed por los policiales tiene apenas un obstáculo. Un contratiempo, en apariencia, menor. Y es este: los personajes son de carne y hueso. Así es. Aquellos que los medios juzgan de sospechosos en un arrebato de detectivismo de panel, tienen una vida, un trabajo y quieren seguir teniéndolos. La familia realmente perdió y llora a su ser querido, y más que seguir con esta historia durante años quieren ponerle fin cuanto antes, para descansar en paz. La justicia, en verdad, y por más que se crea lo contrario, lucha por encontrar culpables. Y nosotros, a pesar de todo, a pesar del drama, a pesar del llanto, a pesar de la muerte de una inocente, seguimos con ganas de matar el tiempo, cueste lo que cueste, caiga quien caiga. Amamos los policiales. Excepto, claro, cuando nos toca vivirlos en carne propia.